El hecho de que un general que ha solicitado el retiro voluntario figure como candidato a diputado en las listas de un partido político no debería causar extrañeza ni, menos aun, alarma. Se trata de unos comicios ceñidos a los preceptos constitucionales y a la normalidad democrática y el partido que lo postula cumple, por ahora, con las normas legales. Hasta este punto todo está en orden. Y, sin embargo, la novedad ha provocado revuelo y suspicacias. Tampoco esta reacción es desdeñable y conviene ir a sus causas para despejar equívocos.
Algo chirría
A primera vista, parece contradictorio que un partido que inicialmente se presentó como revolucionario y hostil a todos los pilares del Estado capitalista se haga representar en el Congreso por quien, hasta ayer nomás, comandó -se supone que sin traicionar sus convicciones- uno de esos pilares: las Fuerzas Armadas. Fuerzas Armadas que además forman parte, en virtud de tratados internacionales, del sistema de defensa de este Occidente que el partido en cuestión cataloga como uno de sus demonios. Algo chirría.
Podemos, el partido que ha captado al general José Julio Rodríguez Fernández, ha exhibido, en el curso de su breve trayectoria, tantas caras como ciudadanos aspiraba a seducir. Pero quien vaya a las fuentes -y sería insólito que este candidato culto y riguroso no lo haya hecho- descubrirá inmediatamente cuáles son las caras auténticas y cuáles las caretas. Y Pablo Iglesias ha dejado explícito su proyecto en el artículo "Understanding Podemos" (Entendiendo Podemos) que publicó la revista de ultraizquierda New Left Review, nº 93, mayo-junio 2015. En él, después de describir la evolución y fracaso de los distintos modelos comunistas que habían sido sus referentes, Iglesias dictamina:
Desde el 2011 empezamos a hablar de la "latinoamericanización" del Sur de Europa como apertura a una nueva estructura de oportunidades políticas.
Lo que ya se sabía, escrito ahora negro sobre blanco para que quien quiera entender Podemos lo entienda: el modelo es el chavismo. O mejor dicho, la incorporación de los militares a la revolución con los intelectuales populistas como ideólogos de cabecera.
Trayectoria sinuosa
En verdad, los podemitas, que, como confiesa Iglesias en el citado artículo, son discípulos del profeta argentino Ernesto Laclau, no han descubierto la pólvora. Los militares han desempeñado un papel sobresaliente en la implantación de regímenes totalitarios de derecha e izquierda en muchos países de América Latina, recitando siempre consignas nacionalistas y antieuropeas mientras se hacían asesorar por ideólogos que importaban de Europa los detritos del fascismo y el comunismo.
Ya en 1924, animado por los ramalazos que llegaban de Rusia, el capitán Luis Carlos Prestes y la columna que llevaba su nombre recorrieron durante dos años el territorio de Brasil enarbolando la bandera de la revolución. Fracasaron, pero en 1935 Prestes fundó la Alianza Nacional Libertadora para sublevarse contra el presidente Getulio Vargas. El escritor entonces comunista Jorge Amado noveló su vida con el título de El Caballero de la Esperanza.
Es superfluo recordar la trayectoria sinuosa del coronel y más tarde general Juan Domingo Perón, que inició su carrera política en 1943 rodeado de nazionalistas con zeta, simuló liderar el anticapitalismo y el antiimperialismo, fundó una cleptocracia que aún perdura, recuperó el poder encaramado sobre los cadáveres de guerrilleros castristas que habían estado a su servicio y no le tembló el pulso cuando ordenó asesinar a los sobrevivientes. En todo momento lo acompañó un séquito de teóricos de todas las ramas del populismo totalitario, desde el nacionalcatolicismo hasta el trotskismo.
Gran esperanza blanca
Es significativo comprobar que muchos de los militares que dejaron su impronta en el populismo latinoamericano empezaron a simpatizar con el marxismo mientras estudiaban en las escuelas de guerra antisubversiva o mientras lo combatían con las armas en la mano. En la década de los 60, la gran esperanza blanca de la izquierda argentina fue el general Carlos Jorge Rosas, discípulo de los más encarnizados represores franceses de la guerra de Argelia y convertido, por efecto bumerán, en adalid de la corriente revolucionaria entonces denominada naserista. Murió víctima de las secuelas de un sospechoso accidente de automóvil.
En Perú, el general Juan Velasco Alvarado, que se había curtido luchando contra la guerrilla de Sendero Luminoso en la selva peruana, derribó al Gobierno civil democrático de Fernando Belaúnde Terry mediante un golpe de Estado e implantó una dictadura estatizante y antiestadounidense, afín a Cuba y la Unión Soviética, que duró siete años, desde 1968 hasta 1975, cuando lo destituyó otro golpe militar.
También en 1968, en Argentina, el general Jorge Raúl Carcagno sofocó con mano de hierro una revuelta de obreros y estudiantes movilizados por la extrema izquierda (el Cordobazo), pero en 1983, ascendido a jefe del Ejército, organizó un operativo en el que los militares confraternizaban con los guerrilleros Montoneros para realizar trabajos sociales en la provincia de Buenos Aires. Fue otra esperanza blanca para el populismo que se frustró cuando Perón regresó acompañado por los sicarios de la Triple A.
Siempre en Argentina, los militares carapintadas que se alzaron contra el presidente Raúl Alfonsín en 1966 para rescatar a sus camaradas presos por delitos de lesa humanidad encontraron simpatizantes en la izquierda desnortada que pretendieron sumarlos a una alianza con el Partido Comunista prosoviético. El intermediario fue el polígrafo Norberto Ceresole, peligroso intrigante de la peor especie que transitó por la guerrilla trotskista y terminó conchabado al servicio de Hugo Chávez, de los ayatolás iraníes y de la internacional negacionista del Holocausto.
Táctica artera
Sobran pruebas de que no sólo no existe incompatibilidad entre algunos sectores de las Fuerzas Armadas y el populismo, sino que además pueden reforzarse mutuamente. El populismo lleva en sus genes la búsqueda de instrumentos para la conquista del poder y, dada su condición casi siempre minoritaria, tiene la precaución de complementar los votos con las botas. Y, en el caso que nos ocupa, lo que está en entredicho no es la conducta del general José Julio Rodríguez, sino la táctica artera empleada por los podemitas para debilitar los pilares de la sociedad abierta que, como se lee en la New Left Review, ambicionan destruir. En este contexto sí preocupa, con la vista puesta en la masacre yihadista de París, que el general Rodríguez Fernández haya dicho, antes de este atentado pero después de muchos otros perpetrados contra la civilización occidental (LV, 8/11):
La mayoría de los problemas de seguridad de nuestros días no tienen una solución militar. (…) Es lógico que los militares, al saber el desastre que implica el uso del último recurso que son las armas, seamos todos pacifistas. Yo, al menos, así me lo considero en ese sentido.
Lo cual, efectivamente, lo convierte en el candidato ideal para el partido totalitario de Pablo Iglesias, que se niega a firmar el pacto antiyihadista junto a las fuerzas políticas democráticas.
Informa el gurú Enric Juliana, experto catador de lo que se cuece entre las bambalinas de la alta política (LV, 8/11):
El partido del círculo morado lleva meses de contacto con círculos militares.
Olvidemos las leyendas sobre la postura antimilitarista de la élite radical. El apóstol Hugo Chávez es el mejor ejemplo de que esta no hace ascos a las botas cuando le faltan votos.
Eduardo Goligorsky