El resultado de las elecciones en sitios como Galicia, la Comunidad Valenciana y, por supuesto, Cataluña, así como las pistas que vamos teniendo de lo que puede ocurrir en el País Vasco este mismo año, nos describe un fenómeno que creo que es de lo más interesante que ha pasado políticamente en España en las últimas décadas: el impulso que se ha dado al nacionalismo ha tenido como resultado un rabioso anticapitalismo que es antiespañol, sí, pero sobre todo es antisistema.
Es la historia que hemos contado muchas veces, pero resulta que ha tenido un final diferente: durante años se ha fomentando en la educación, en los medios, en el entretenimiento, en las asociaciones de vecinos y hasta en las parroquias un furibundo odio a todo lo que oliese a España, a Estado opresor. Se ha creado la ficción de un pueblo sometido, empobrecido, al que le arrebataban de forma casi sangrienta lo suyo, al que querían borrar como colectividad, en fin, la mandanga falsa del nacionalismo identitario.
Pero bien sea porque al fin y al cabo esa es una mercancía muy averiada, bien porque si te llamas García en Barcelona o San Sebastián tampoco es fácil sentirte parte del pueblo elegido/oprimido, en algún momento del viaje empezó la mutación y el odio que debería dirigirse a España acabó siendo odio a todo lo que huela a Occidente y a bienestar.
Es una consecuencia tan inesperada como lógica: España y nuestra historia –que muy a su pesar es también la suya– han sido claves para conformar eso que hoy consideramos como Occidente y que, no lo olvidemos, es un oasis de prosperidad, paz y bienestar. Es decir, si de verdad fomentas la inquina a España, la cosa no se va quedar en el odio a los toros y el flamenco, sino que se acabará detestando el pack completo: la democracia, la religión católica, el capitalismo…
Y es también una consecuencia lógica de una ideología, por llamarlo de alguna forma, que ha coqueteado durante años con el izquierdismo más ramplón y, sobre todo, con ese pensamiento antiindividualista en el que los colectivos son lo más importante. Así, una vez que dejas claro que "el pueblo" está por encima de las personas, quien dice "pueblo" puede decir "clase" y el resultado de la ecuación sigue siendo el mismo: se pasa por encima de todo lo demás.
Las élites nacionalistas que creían que estaban perpetuando su propio poder –en no pocas ocasiones corrupto– se están encontrado con la desagradable sorpresa de que la bola de nieve que ellas mismos lanzaron hacia la meseta se ha dado la vuelta y amenaza con llevárselas por delante: al final igual sí llega la independencia, pero en lugar de pilotarla ellas se la llevarán estos chicos, que no sólo van un poco zarrapastrosos sino que encima tienen unos apellidos con los que no se puede ir a ninguna parte, que no son de los de toda la vida… o sí.