Es evidente que la Justicia española no podía admitir de ninguna manera la decisión del tribunal regional alemán de Schleswig-Holstein, que concede la extradición del ex presidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, sólo por el delito de malversación de fondos públicos y con un límite de pena de 5 años, que es la prevista en su código penal, porque, de aceptar la interpretación germana, contaminaría el resto de la causa y sería tanto como dar por buena la estrategia de defensa de los golpistas. De ahí que tengamos que discrepar de la intervención, algo apresurada, del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, de que lo importante es que los fugitivos sean juzgados en España. No es cuestión reiterar lo ya dicho sobre la perversión del espíritu de la euroorden que implica la actitud de los jueces alemanes que han entendido del caso y que, sin llegar a las medidas extremas que se proponen desde algunos sectores del PP, debería obligar a las autoridades españolas a plantear un conflicto de intereses en el seno de la UE, pero sí es conveniente insistir en que las condiciones de la entrega son inaceptables y que, en última instancia, sólo quedaba retirar la orden internacional de busca y captura, como ya se hizo en ocasión anterior. Por supuesto, no se han agotado todas las vías legales, entre otras cuestiones, porque la defensa de los golpistas ha anunciado que planteará un recurso ante el Constitucional alemán, y es perfectamente posible plantear una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia Europeo, con sede en Luxemburgo, que sirviera para aclarar si un tribunal tercero puede enervar decisiones procedimentales que no le conciernen o, como en este caso, arrogarse la instrucción del proceso y la calificación de los delitos. Desde luego, impulsar una justicia paralela no es lo que pretendían los legisladores cuando, para dar cobertura al Acuerdo de Schengen de libre tránsito, decidieron poner en marcha un sistema de extradición bajo control judicial (Orden Europea de Detención y Entrega), por entender que todos los países que conforman la UE respetan el derecho de los ciudadanos a un proceso justo e imparcial. Con todo, la decisión del tribunal de Schleswig-Holstein tiene un aspecto positivo en el reconocimiento de que Puigdemont debe ser traducido a un tribunal de justicia, como reo de un delito, desdeñando la cantinela de los separatistas catalanes de que estaban siendo sometidos a un proceso de carácter político. El resto de las cuestiones que plantean los jueces alemanes, como la «atipicidad» de la reclamación española, no tienen mayor relevancia que la de poner de manifiesto lo extraordinario, dentro de los estándares democráticos occidentales, de que unos representantes institucionales, obligados a cumplir y hacer cumplir la Ley, lleven a cabo un proceso insurreccional, una rebelión, en suma, utilizando los mismos medios y la posición de autoridad que les concede el propio Estado al que quieren destruir. Que, como dice el auto, no era probable que la acción de los golpistas hubiera provocado «la separación de Cataluña o la destrucción del Estado español», entra en el terreno de la mera especulación, que se supone, al menos hasta ahora, ajeno a las resoluciones judiciales. En definitiva, el proceso no se ha terminado y el Tribunal Supremo aún dispone de vías legales para tratar de que Carles Puigdemont y el resto de los ex consejeros fugados reciban el mismo trato que los que están en prisión. Pero, en cualquier caso, es preciso que las autoridades españolas emprendan una labor de comunicación e información que contrarreste la que han llevado a cabo durante años los separatistas, con el dinero de todos, fomentando los viejos prejuicios europeos contra España.