El futuro tendrá que esperar
Artadi ejercerá su poder cuando lo tenga y hará con el «president simbòlic» lo mismo que Puigdemont hizo con Mas, que creyó que nombraba a un lacayo y acabó arrinconado en la «papelera de la Historia»
Salvador Sostres
Elsa Artadi es el futuro que Carles Puigdemont no quiere aceptar, la realidad que amenaza con el olvido en su
destierro fantasmagórico, en su agonía fugada, en el destino atroz que siempre padecen los que creyéndose impunes se enfrentan a la maquinaria de un Estado. Javier de la Rosa –que en su momento fue el hombre con más líquido de España– reconoce que empezó a caer cuando se creyó por encima del bien y del mal, y no sujeto a ninguna ley ni norma. Pablo Escobar intentó comprar al Estado colombiano pagando su deuda externa y acabó sangrando en un tejado.
Puigdemont está tan persuadido de su propaganda que realmente cree que su
desafío al Estado tiene algún recorrido, y quiere insistir en la confrontación con cargo al sacrificio ajeno, forzando de nuevo su investidura imposible aunque los suyos le han advertido de que no desobedecerán para complacerle: la heroicidad en Cataluña limita ya con el juez Llarena, y con la cárcel.
Pero el forajido intenta igualmente resistir a cualquier precio porque sabe que Artadi hará con él lo que él hizo con Mas, que creyó que nombraba a un lacayo y acabó arrinconado en la «papelera de la Historia», que es exactamente donde la CUP dijo que lo lanzaba. Elsa Artadi, el entorno más político de Puigdemont, Esquerra y el PDECat quieren formar gobierno, volver a sus cargos, al sueldo de sus cargos, y a
controlar las subvenciones y por lo tanto a los medios comunicación que dependen de ellas, que son absolutamente todos.
Pero Puigdemont y su entorno más «hooligan» y entregado, prepolítico y entusiasta, quieren ganar tiempo para encontrar una excusa –
alguna decisión judicial de última hora, por ejemplo– que les permita forzar la repetición electoral haciendo ver que es culpa del Estado. Ni los que quieren formar gobierno se atreven a «matar» a Puigdemont, ni Puigdemont se atreve a forzar abiertamente unas nuevas elecciones, aunque tiene la sartén por el mango y usa su minoría de bloqueo para mantener secuestrados a los catalanes en nombre de sus angustias personales.
Es imposible que el Estado no gane esta batalla, pero es probable que el fugado de Berlín pueda alargar la comedia mucho más allá de lo que cualquier inteligencia razonadora hallaría presentable. Artadi era la presidenciable real que siempre tuvo Puigdemont en la cabeza, a pesar de sus juegos estratégicos con
candidatos imposibles, y aunque todo es muy frágil, y todo depende del humor cambiable de un hombre enajenado e inestable, vuelve hoy a cobrar fuerza la posibilidad de que los catalanes tengamos que volver a votar el 15 de julio.
Puigdemont sabe que cuando Cataluña recupere sus instituciones
su estela empezará a apagarse, por mucho que haga el ridículo exigiéndole al futuro «president» o presidenta que no se instale en el despacho presidencial, ni use el salón Montserrat para sus recepciones, ni tampoco la residencia oficial del presidente de la Generalitat, en la Casa dels Canonges.
Los delirios de un forajido tienen en vilo a más de 7 millones de ciudadanos que, independentistas o no, son rehenes de un condenado a la cárcel o al destierro, pero que quiere continuar siendo alguien al precio de convertir su desgracia en el colapso del pueblo al que tanto dice amar. No es el primer
líder acorralado de nuestra Historia moderna que quiere que mueran con él aquellos a los que se supone que quería salvar.
Artadi retrocede. Puigdemont se ensancha. El futuro tendrá que esperar mientras el pasado devora al presente. Pero la muerte clavó ya su daga.