Fue la primera Diada en que los manifestantes ya no fueron pensando en la inminencia de lo que querían conseguir sino más bien en el desánimo que querían disimular. Estaban más pendientes de dejar claro que no se han rendido que de una república que ni estuvo ni se la esperaba. No han dejado de ser independentistas pero han dejado de ponerle fecha. La farmacéutica de Puigcerrdà, que es nicaragüense, bajó acompañada de su hijo, que administra los chalets de lujo de Urús. El chico, que está en la treintena, no quería acudir «pero si no voy, mi madre me mata. Ella sabe que se ha acabado, pero no quiere admitirlo». Pocas esteladas en los balcones, y normalmente de piso bajo. La sensación es que, por lo menos en Barcelona, los ricos han dejado de hacer el idiota.
Mucho autocar, mucha comarca nos visita, mucha mochila muy cargada por esa obsesión que tiene el pueblo de no consumir cuando viene a la ciudad. Estos son los que quieren un Estado y no pierden ninguna ocasión de ejercer el más sombrío catetismo cantonal cuando salen de casa. Se sientan en los bancos y no en las terrazas. Por el amor de Dios, tómese algo. Insólita fiesta del bocadillo traído de casa: desde los campamentos de la OJE que no veía tantos. Provincia extrema del agarrado.
Fue la Diada menos multitudinaria. Los parlamentos de los líderes resultaron un lastimero quejido y sin el atisbo de ninguna épica: ni una sola proposición o idea, sólo retórica quejica, ninguna exigencia concreta que generara tensión para los días que han de venir, ninguna frase más fuerte que las otras que salpimentara la tarde y la abriera a tumultuosas eventualidades. Desesperada insistencia en el «lo hemos vuelto a hacer» cuando las cifras de participación eran las más bajas desde que empezó el procés. Todo venido a menos, y todos bastante cansados, lo que especialmente se notaba en los vanos esfuerzos por fingir lo contrario. Todo triste como un ejército de vencidos que vuelve a casa, pareció que a Lluís Llach le estuviera dando un ictus mientras pronunciaba su absurdo e inconexo discurso. Con lo que fuiste, Lluís. Yo te seguí por toda España y me dio pena volverte a ver ayer, de uniformado abajofirmante.
Si la Diada de 2012 fue la primera supuración del procés, la de ayer fue el regreso a la normalidad postraumática en que Cataluña hace meses que ha ingresado: las molestias se han cronificado pero no pasan de molestias y no nos duelen demasiado. Ya nadie espera que suceda nada y no sólo fueron muchos menos sino que desalojaron inmediatamente las calles una vez terminado el acto. «Volvían a sus cuidados las personas formales», y mañana empieza el curso escolar. Los autocares colapsaban la Diagonal cuando la provincia empezó a marcharse. No se veía tanto monovolumen desde que entró el general Yagüe.
Entre la turba, la antigua euforia se ha convertido en rabia contra España, culpándola de todo por no tener que asumir que Cataluña no es en realidad como ellos querrían; y en decepción por la desarticulación del catalanismo político, y en graves insultos a estos líderes que ellos votaron.
La independencia está en todas las camisetas y en todas las pancartas, pero es un viejo asunto desgraciado del que la familia ha decidido de repente que ya no se habla.
Salvador Sostres
Articulista de Opinión