Mario Bunge, físico y filósofo. (El País, 4/4/2008)
Es terrible, pero lamentablemente es de lo más común que a grandes del pensamiento, como sin duda lo es Mario Bunge, “se les vaya la olla” cuando se ponen a hablar de Economía. Paul Dirac, uno de los mayores físicos del siglo XX y creador junto con otros de su talla intelectual de ese portento que es la mecánica cuántica, tan compleja, verdadera y, sin embargo, tan sinsentido para una mayoría en la que me incluyo, dijo una vez que había abandonado los estudios de Economía porque ésta le parecía un asunto muy complicado. Se cuidaba por ello muy mucho de meterse en los problemas económicos pues no los entendía y por ello no les encontraba una solución adecuada. Nunca le he entendido. La Economía es sin duda más simple y débil intelectivamente hablando que la Física contemporánea, aunque sólo sea por el cuestionamiento que esta última hace del "sentido común", o sea de los principios de la lógica aristotélica, por lo que siempre me he preguntado por qué Dirac pensaba que la Economía era tan difícil y tan compleja. ¿Quizás porque, comprada con la Física, la Economía no era lo suficientemente precisa y rigurosa, lo que la hacía ambigua y complicada para mentes precisas y rigurosa como la suya? Puede ser. Pero, en cualquier caso, no todo el mundo tiene la modestia de Dirac y, como Bunge, se lanzan de cabeza a las aguas arremolinadas de lo económico sin cuidarse lo más mínimo de llevar siquiera un neumático de camión hinchado que actúe como salvavidas intelectual por pedestre que éste sea, confiando en que -por seguir la metáfora- los paracaídas que tan bien les sirven cuando se elevan a las alturas de la Filosofía, el Arte o la Física les valgan tan bien en el rio turbulento de la realidad económica. Pues no. La exquisitez intelectual válida para viajar por los espacios interestelares o de la imaginación a veces de nada sirve aquí abajo como lo muestran las palabras de Mario Bunge.
Si es verdad que el presidente Carter no fue reelegido para la presidencia de los EE.UU. por haber dicho a los norteamericanos que consumieran menos, cosa que dudo, la verdad es que sus compatriotas tuvieron un conocimiento más adecuado de la realidad económica y de su funcionamiento y un sentido común más certero del que normalmente tengo más que poderosas razones para suponerles. Cierto que los problemas del crédito están por debajo de la recesión de la economía norteamericana que hoy se da por muy probable, pero más cierto aún es que sin la expansión de los medios crediticios incluyendo las tarjetas de crédito, es posible que siempre estuviéramos en una recesión permanente o abocados a formas mucho más destructivas de generación de demanda efectiva, o al menos eso pensamos muchos keynesianos.
Veamos. En una economía de mercado imaginaria en que tanto la producción como la venta y el consumo de todos los productos tuvieran lugar instantánea y simultáneamente, o sea, en una economía en que todo lo producido fuesen servicios que, a diferencia de los bienes, no se pueden acumular pues se producen a la vez que se usan (¿cómo guardar los servicios de un peluquero, un camarero o de un médico?, el uso del crédito estaría muy limitado. Un empresario cualquiera contrataría los factores de producción que necesitase (trabajadores, materias primas, etc.) en cada momento para realizar sus actividades de producción y venta pagándoles a sus propietarios con los recursos monetarios obtenidos de las ventas que a la vez hiciese de esos “productos” producidos instantáneamente a otros trabajadores y otros empresarios que también producirían en las mismas circunstancias. En una economía así el flujo circular de la renta iría casi a la velocidad de la luz: todas las actividades económicas serían simultáneas: la producción, la venta, el consumo y la generación y reparto de las rentas se harían a la vez. Cierto que habría agentes que recurriesen al crédito. Habría empresarios que pidiesen prestados los ahorros de otros para financiar el capital circulante necesario para los procesos de producción en sus empresas, y, de igual manera, también habría consumidores que pidiesen préstamos a cuenta de sus ingresos futuros para financiar la adquisición de un volumen de servicios mayor del que podrían acceder con sus rentas en un periodo. Pero para la mayoría de agentes el uso del crédito les quedaría al margen.
Pero es evidente que ése es un mundo imaginario, en el mundo real no toda la producción es de servicios sino que producimos y consumimos una enorme diversidad de bienes, y entonces qué ocurre si hay productos no perecederos (ya sean bienes de capital físico –herramientas, máquinas, etc.-, ya bienes de consumo –coches, televisiones, lavadoras…-) cuya producción y su consumo llevan tiempo. Pues que, en ausencia de un sistema crediticio desarrollado, el flujo circular de la renta se ralentizaría y con ello el volumen de renta que se genera, se mueve y pasa por el sistema económico, es decir, en ausencia de un sistema crediticio desarrollado (o también cuando hay una crisis crediticia) la actividad económica se estanca con la conocida consecuencia del ascenso de los niveles de desempleo. Y la lógica del proceso es muy simple. Si para poderse comprar una casa o un coche cada individuo estuviese obligado a haber ahorrado previamente la cantidad necesaria de dinero para pagar de golpe, al contado, la totalidad de su precio, está claro que el consumidor medio necesitaría esperar bastante tiempo para poder meterse en esas compras. Y, de igual manera, si para producir un bien que lleva bastante tiempo un empresario tuviese que disponer de la liquidez o capital circulante como para ir pagando todas las nóminas y demás facturas correspondientes a los factores que utiliza en el largo proceso de producción antes de ingresar un euro por la venta de la primera unidad que saliese de su fábrica, obviamente sería mucho menor el número de empresarios y de productos existente. Y es en este tipo de economías donde la generalización del uso del crédito en forma de pago aplazado para financiar la compra de productos duraderos (y el pago de materias primas y otros factores de producción incluido el trabajo al que normalmente se le paga –por días, semanas o meses- independientemente del grado en que haya acabado un trabajo) se demuestra pieza imprescindible para el mantenimiento y expansión de la actividad económica. No es por ello nada extraño que su aparición pueda fecharse en la segunda década del siglo pasado cuando una ola de invenciones técnicas se tradujo en una creciente abundancia de bienes asociados al uso de los motores eléctricos en multitud de productos (lavadoras, radios, etc.) y de explosión (coches), bienes que eran lo suficientemente caros dado el nivel de salarios medio como para desanimar la demanda de múltiples potencialmente comparadores si para acceder a ellos se les exigía el pago al contado del entero precio. Y, ciertamente, el desarrollo de los mercados de consumo masivos exigió la profundización del sistema crediticio.
Ahora bien, la generalización del uso de la compra a plazos no fue fácil ni evidente pues chocaba o violentaba en cierta manera algunos principios centrales en una economía de mercado. Por un lado, estaba el principio de que alguien sólo era legalmente dueño de algo cuando lo compraba efectivamente, es decir, cuando pagaba su entero precio al vendedor. Frente a esta posición, la situación “legal” de los bienes comprados a plazo parecía ambigua pues este tipo de compra permitía sin embargo a su todavía no propietario legítimo poseerlo ya que podía disfrutar del bien “comprado”. Cierto que en la adquisición de bienes inmuebles, como la tierra o las casas, el uso del crédito hipotecario estaba ya institucionalmente desarrollado desde hacía siglos. Pero la seguridad jurídica tanto del prestamista como del prestatario parecía asegurada a tenor del hecho de que la tierra no se movía de sitio, era de alguna manera indestructible y tenía un valor garantizado en el tiempo. Pero ¿quién daba similar seguridad a los prestamistas que financiaban la compra a plazo de bienes relativamente duraderos y desgastables como los coches, las lavadoras y las aspiradoras, cuyo valor de segunda mano de poco podría servir como colateral para responder ante una deuda?
Pero, ¿por qué se desencadena una crisis de liquidez? Pues porque, previamente, se produce una crisis de confianza en el valor de los créditos que han realizado los bancos, o sea cuando cunden las dudas sobre si los prestatarios serán capaces de devolver los créditos concedidos así como acerca del valor de las garantías que aportaron como avales. Y esto puede ocurrir conforme se fragiliza el sistema financiero en el curso de los periodos alcistas del ciclo económico. Tal cosa sucede porque, en esos periodos, la disponibilidad de los bancos a conceder créditos aumenta por la abundancia de sus depósitos y por la creencia de que la buena marcha de la economía aumenta las posibilidades de que se les sean devueltos con facilidad a en el futuro. La competencia por beneficiarse también de este periodo alcista puede llevar a muchos bancos a comportamientos arriesgados como conceder créditos imprudentemente a agentes cuya posición financiera es a corto y medio plazo de tipo Ponzi, es decir, que para responder de sus obligaciones corrientes (el pago de los intereses y la amortización en cada periodo) no les basta con sus ingresos corrientes de modo que necesitan endeudarse todavía más, esperando que en un futuro su posición financiera sea más solvente. Si el número de agentes de este tipo pasa de cierto (y a priori indifenible) umbral, el sistema financiero se fragiliza, pues basta alguna perturbación exógena (la caída en los precios de la vivienda, la desaceleración de la economía, una subida en los precios del petróleo, etc.) para que se hagan conscientes de que sus expectativas de ingresos no estaban justificadas y se declaren en quiebra, poniendo en dificultades financieras a los bancos que les financiaron. La confianza en el conjunto del sistema bancario se desmorona en la medida que los bancos están financieramente entrelazados, de modo que las dificultades de un banco contaminan a los demás en un proceso imparable, generando a la vez una crisis de liquidez conforme los depositantes se agolpan en las ventanillas exigiendo la devolución de sus depósitos.
BIBLIOGRAFÍA
Daniel Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo. (Madrid: Alianza.1977)
Daniel J. Boorstein, The Americans. The Democratic Experience.(New York: Random House.1973)
Fernando Esteve, Rafael Muñoz de Bustillo, “fragilidad financiera” en Conceptos de economía. (Madrid: Alianza. 2005)
[*] La economía real se contrae también por la caída en la demanda de bienes de consumo y de inversión por parte de los depositantes que ahora son más pobres y también de quienes tenían créditos concedidos que ahora se ven obligados a pagarlos antes de tiempo.