Si las notarías contaran, la de libros de anécdotas que podrían escribirse. Yo solo las visito de vez en cuando y ya tengo un buen anecdotario para cuando sea mayor y me convierta en el "abuelo Cebolleta". Concretamente, para el último piso que he vendido he necesitado ir a la notaría tres veces.
Se trataba de un piso comprado en marzo y vendido con la ayuda de un agente inmobiliario el 15 de mayo por 240.000 euros a una empresa que se dedica a hacer reformas express y revender inmediatamente. El éxito de su negocio radica en conseguir pactar un plazo relativamente amplio para que les de tiempo a hacer la reforma y conseguir la venta sin tener que escriturar a su propio nombre. Es decir, que a mí me dieron el 15 de mayo 15.000 euros de fianza y tenían como fecha tope para firmar notarialmente esa compraventa hasta el 15 de septiembre.
Por la cuenta que les tiene la reforma la hacen alucinantemente en menos de diez días y luego a enseñar el piso y vender a toda leche. Si lo consiguen, invirtiendo unos treinta mil euros pueden obtener un beneficio que casi dobla su inversión, pero si no lo consiguen se entierran teniendo que perder parte de su liquidez y parte del beneficio.
Pero son muy buenos y suelen conseguirlo, de manera que cuando faltaba una semana para el día D me llamaron y me comunicaron que ya estaba vendido pero que la firma se iba a retrasar unos días si yo no tenía inconveniente y que por favor no lo tuviera. Quizá otro hubiera aprovechado para apretarles las tuercas, pero no yo.
El caso es que los días se convirtieron en semanas y al final no nos encontramos en la notaría hasta el jueves 11 de octubre. Allí estábamos yo (el vendedor), mi agente inmobiliario, la empresa intermediaria, su agente inmobiliario y el comprador, que por cierto nos hizo esperar dos horas porque tenía no se qué problemas en su banco. Ah, y el representante del banco que iba a financiar la operación.
Y de repente... salta la liebre. Cuál no sería mi sorpresa cuando leo que el precio de la compraventa que figura en la escritura no son los 240.000 euros por los que yo les vendí la vivienda a la empresa intermediaria sino los 295.000 euros que paga el comprador final. Naturalmente me niego terminantemente a asumir los beneficios de otro y el intermediario se pone a lloriquear acerca de sus tremendos gastos, de que su agente le cobra una comisión muy elevada y de lo mal que está la vida y la crisis y el gobierno, etc.
Pero como yo nunca fui el más listo de la clase, pero tampoco el más tonto, me pongo firme y al final me promete que me entregará una factura por la diferencia, en la que incluirá la reforma y la intermediación. ¿Pero puedo fiarme de alguien que, por si no me daba cuenta, pretendía colarme el mochuelo de sus propios beneficios como si fueran míos? Evidentemente no. Así que me levanto de la mesa y le contesto que muy bien, que acepto la solución de la factura, pero que firmaré la venta cuando la tenga en la mano. Conclusión, que quedamos para el siguiente martes 16 de octubre. Mientras tanto le exigí que me enviara por mail una copia de la factura que pensaba darme para controlar su validez.
Y allí estábamos los mismos el siguiente martes: el vendedor (yo), mi agente inmobiliario, la empresa intermediaria, el segundo agente inmobiliario y el comprador , también junto al inefable representante del banco, que esta vez iba a convertirse en protagonista indiscutido de la mañana. Esta vez el problema vino por los recibos pendientes del IBI, pues cuando el banquero vio que estaban pendientes los últimos siete u ocho recibos se negó en redondo a firmar la hipoteca. Argumentaba, no sin razón, que al ser una afección real podrían llegar a afectar a sus intereses como acreedores hipotecarios en el caso de una futura ejecución hipotecaria.
Pero por otra parte yo había pactado con la empresa intermediaria que, dado que el pasado 1 de enero yo aún no era el titular de la vivienda, no tendría por qué pagar ninguno de los recibos, que en realidad le corresponden al anterior titular. Pero eso le importaba un comino al del banco y tras varias llamadas a sus superiores y sucesivos dimes y diretes, le transmitieron claramente que el banco exigía el pago, no solo del último recibo del IBI, sino el de los cuatro últimos recibos, que son los que en teoría puede reclamar cualquier administración por no estar aún prescritos.
Ni siquiera valió de nada la intervención del señor notario, en el sentido de que obligar a una tercera persona a pagar unos impuestos que no le corresponden es llevar demasiado lejos las exigencias. El banco se cerro en sus trece y no había manera de moverles de ahí.
A toda leche negociamos pagarlos entre todos, el vendedor, su agente, el intermediario, su agente y el comprador, a razón de una quinta parte cada uno. Los dos agentes inmobiliarios salieron pitando a la calle Raimundo Fernández Villaverde, donde recogieron las cartas de pago de los susodichos recibos de IBI correspondientes al 2009, al 2010, al 2011 y al 2012.
De nuevo en la notaría, con todo ya solucionado, nos encontramos con que ahora el banco exigía que también se pagara el recibo del 2008, pues en teoría el ayuntamiento podría reclamarlo antes del próximo 31 de diciembre. El banco estaba obviando que para reclamar esos recibos al nuevo propietario el ayuntamiento antes tiene que habérselos reclamado al verdadero deudor y no solo eso, sino que tiene que haberlo declarado insolvente y haber derivado la deuda al último titular. Evidentemente no había tiempo para tanto trámite en solo dos meses, pero eso le daba lo mismo al banco amigo.
Entonces fue cuando se rebeló la granja. Yo era el único dispuesto a pagar mi quinta parte de ese último recibo, pero todos los demás implicados se negaron definitivamente. Además ya no había tiempo para ir a recoger la carta de pago porque eran las dos y la notaría cerraba. Las miradas de odio hacia el representante del banco eran más que notorias. Estaba echando a perder un buen negocio a cinco personas distintas. Menos mal que ni estamos en el lejano oeste ni en España hay permiso para portar armas, pues podría haberse armado la gorda.
Pero antes de despedirnos tuve algo de tiempo para explicar a cada uno unas pocas cosas:
- A la empresa intermediaria le expliqué que como ya estábamos fuera de plazo, nada menos que desde el 15 de septiembre, si al final no se firmaba la venta en esa semana, yo daría por resuelto nuestro contrato y me quedaría con un piso sin vender, pero estupendamente reformado y además, con la fianza.
- A ambos agentes inmobiliarios, el mío y de del intermediario, me limité a decirles que si no renunciaban a un pequeño pico más, al final se quedarían ambos sin nada de nada.
- Al comprador, que el muy imbécil había entregado su fianza el 5 de septiembre con solo un mes de plazo para formalizar la compra, le recordé que él también estaba fuera de plazo y que si no se formalizaba la compra esa misma semana, perdería la compra y la fianza que había entregado a la empresa intermediaria.
- Al del banco no le dije nada porque el muy cabrito tenía la sartén por el mango.
Dos días después, el jueves 18 de octubre estábamos firmando los mismos en el mismo escenario. No sin que antes el banco nos ofreciera el bochornoso espectáculo de ver cómo, por un simple crédito de 120.000 euros, apenas el 40% de la operación, aquél pobre desdichado tenía que suscribir un seguro de vida, una seguro de hogar, un seguro médico, un plan de pensiones y un par de tarjetas de crédito platino.
Uno más en la feliz grey de los hipotecados.