Los españoles nos dividimos en dos grupos separados por un abismo. En un lado estamos los que siempre hemos desayunado un buen ColaCao con leche. En el otro lado están los desafortunados que siempre se han conformado con desayunar un simple Nesquik.
El motivo que estos últimos alegan para elegir ese pésimo producto es que, según dicen, el ColaCao hace grumos cuando lo quieren disolver en la leche. Pero esto solo demuestra que no saben leer o su incapacidad para entender lo que leen, porque en las instrucciones que hay en los botes de ColaCao se explica expresamente que para disolver en leche solo hay que llenar la mitad de la taza y luego disolver el polvo removiendo con la cuchara y solo después rellenar el vaso de leche hasta arriba. Si sigues las instrucciones no hay grumos.
De manera que estos pobrecillos podrían aspirar a un desayuno mucho mejor por la sencilla vía de leer atentamente las instrucciones y hacer el ColaCao perfecto, simplemente siguiéndolas al pie de la letra.
De la misma manera, el gilipollas de Antonio no hubiera metido la pata en la subasta que se adjudicó unas semanas antes de que cerraran los juzgados de toda España por la pandemia del COVID-19, si simplemente hubiera leído atentamente las condiciones claramente especificadas en el edicto de subasta.
A los alumnos de Triunfa Con Las Subastas les insisto siempre en que deben examinar cada edicto de subasta como si fuera el primero que leen en su vida. Es cierto que el 90% de los edictos repiten las mismas fórmulas, pero hay muchas subastas que no se rigen por el artículo 670 de la Ley de Enjuiciamiento Civil y que, por lo tanto, pueden celebrarse con condiciones de subasta diferentes a las habituales.
Ahí están, sin ir más lejos, las subastas para la división de cosa común, cuyas condiciones pueden pactarse entre las partes de acuerdo a la estrategia que estas tengan. De hecho, dependiendo de sus intereses yo les suelo recomendar unas condiciones de subasta u otras.
Por ejemplo, si al copropietario le interesa que asistan pocos postores a la subasta (por motivos que no viene al caso mencionar aquí), podría proponer que el plazo para pagar el precio del remate fuera de 10 días en vez de los 40 días que indica la L.E.C.
Pues esto, ni más ni menos, es lo que Antonio debió leer y no leyó, antes de participar en la subasta que se adjudicó unas semanas antes del Decreto de Alarma.
Y si a esto se le añade que este pobre hombre (seguro que desayuna Nesquik en vez de ColaCao) también es de los que disfrutan apurando los plazos, ya os podéis imaginar el brete en el que está ahora.
Llegó la orden de confinamiento cuando le quedaban muy pocos días para completar los 40 y el tal Antonio se encerró encantado en su casa, frotándose las manos con la suspensión de plazos judiciales. Ahora sí que iba a poder apurar los plazos de verdad. El jarrón de agua fría le cayó encima cuando le dio por echarle un vistazo a la documentación de la subasta y vio con horror que los 40 días con los que había contado se habían reducido a solo 10 días y que, según todos los indicios, cuando entró en vigor el Decreto de Emergencia, él ya los había sobrepasado con creces y a estas alturas se podía considerar que había quebrado la subasta.
Lleva dos meses llamando todas las semanas al juzgado. Cada vez le responde un funcionario diferente que le cuenta que está solo en el juzgado y que su única labor es atender urgencias y ayudar al juez y al LAJ, que están trabajando desde sus casas. Y que por supuesto no tiene ninguna intención de meter la nariz en los asuntos de otro compañero.
Pero Antonio lo sigue intentando, semana tras semana, con la ingenua idea de que cuando le toque hacer la guardia al funcionario que tramita el expediente de su subasta, este no va a tener ningún inconveniente en escuchar sus explicaciones y en darle una solución.
El pobre Antonio lleva 50 días sin pegar ojo.