En un reciente viaje de subastas conocí a un experimentado subastero llamado Manuel, quien me contó la desternillante experiencia que tuvo en una subasta de su localidad. Y, por lo visto no es la primera vez que le pasa, pues utiliza a menudo esta estrategia.
Se celebraba la subasta de un piso excelente, siendo el actor la comunidad de propietarios del inmueble, que reclamaba al demandado poco más de 15.000 euros, siendo la tasación nada menos que de 950.000. El propietario era un rico industrial muy conocido y popular en la comarca e iba acompañado por su prepotente abogado, también muy conocido en la zona por sus éxitos y, sobre todo, por su chulería.
Por supuesto todos los subasteros presentes y muchos particulares les conocían sobradamente a ambos, quienes enseguida empezaron a jactarse de su intención de esperar a que la subasta no quedara firme y luego, en base al artículo 670 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, el deudor iba a presentar a un mejor postor que ofrecería simplemente cubrir el total de la deuda con la comunidad, dejando fuera de juego al adjudicatario y utilizando la subasta para limpiar todas las cargas registrales posterioresque pesaban sobre el piso, que eran muchas.
La estrategia estaba muy bien pensada y la anunciaban a bombo y platillo precisamente para acongojar a los posibles postores. A nadie le apetece tener el dinero de la fianza muerto de risa en la cuenta del juzgado con la seguridad de que no va a servir para nada.
Menuda papeleta. Los fulanos utilizaban la subasta para dejar de pagar a sus acreedores pudiendo cambiar la titularidad del bien dándoles en las narices y sin haber incurrido en "alzamiento de bienes".
No contaron con Manuel quien, al iniciarse la subasta, y sin dar tiempo a que nadie empezara a pujar, ofreció su puja: 800.000 euros, manifestando que en base al punto 3 del artículo 670 de la L.E.C. ofrecía pagar dicha cantidad a plazos, con garantía hipotecaria y en las siguientes condiciones: Los 15.000 euros que se reclamaban en el procedimiento los pagaría de entrada y el resto en un plazo de 40 años a razón de 100 euros mensuales y lo que quedara sería pagado en el último plazo.
Inmediatamente el gallinero se revolucionó y a pesar de las protestas del abogado y del sofoco de la secretaria judicial, como esa era la mejor postura, de hecho la única, no hubo más remedio de adjudicarla, naturalmente sin Auto de Aprobación del remate. Pero como la comunidad de propietarios no iba a poder mejorarla (alcanzando el 70% del tipo), la inminente aprobación del remate estaba más que cantada.
Al deudor se le quedó una cara como si se hubiera tragado una escobilla del váter. No tenía más que dos opciones, o pagar la deuda y seguir con el piso a su nombre (y con todas las cargas intactas) o negociar con Manuel.
Naturalmente, al final le tocó pasar por caja.