Los contratos se deben redactar como si la otra parte contratante fuera el mismísimo diablo y poniéndonos siempre en lo peor, incluso aunque los vayamos a firmar con nuestros mejores amigos o con un familiar. Aún más en estos casos. Si además es bastante posible que la peor situación pueda producirse, lo mejor es renunciar al contrato, aunque nos lo haya redactado el mejor abogado del mundo. Si puede ocurrir, ocurrirá (Ley de Murphy).
Mi amigo se llama David y vive en un impresionante chalet de un millón de euros construido sobre una parcela de 6.000 m2 en una urbanización ilegal a 40 kilómetros de Madrid. La urbanización se ha desarrollado sobre un terreno urbano en una zona plenamente consolidada, pero aún está pendiente del pequeño detalle de que en el ayuntamiento se tomaron muy mal que se empezara a desarrollar sin el permiso en regla, así que la cosa quedó en el aire y así lleva treinta años, pareciendo que de un momento a otro la cosa se legaliza, pero los unos por los otros la casa sigue sin barrer.
Parece que cuando la situación se haya legalizado la normativa incluirá la posibilidad de segregar las parcelas hasta un mínimo de 1.000 m2, que es lo habitual en ese ayuntamiento, pero hasta que eso ocurra las segregaciones son imposibles en esa urbanización, no se muy bien por qué.
Como mi amigo David necesitaba liquidez para su empresa no se le ocurrió otra cosa que vender 1.500 m2 de su magnífica parcela, y como las segregaciones aún no son posibles, se le ocurrió la brillante idea de vender una parte indivisa y encontró a un amigo suyo, un gilipollas llamado Luis, que estaba dispuesto a pagarle los 100.000 euros que pedía. Naturalmente el abogado de David puso el grito en el cielo pero no sirvió de nada y al final decidieron redactar un contrato blindado a prueba de bombas. Vaya par de linces.
El artículo más importante del contrato, y que se suponía que iba a ser la panacea, era el que obligada al comprador a construir su propio chalet antes de cinco años y a iniciar el proceso de segregación en cuanto fuera legalmente posible. Naturalmente el Registrador de la Propiedad se negó en redondo a inscribir dicho artículo por no ser más que un acuerdo privado entre las partes, que no tenía validez frente a terceros.
El resto de la historia es fácil de imaginar: Llega la crisis y a ese amigo tan guay, y que iba a ser tan buen vecino, no le queda más remedio que retrasar las obras porque tiene problemas de financiación y al final, la guinda del pastel, su propia empresa empieza a tener problemas y los acreedores caen en picado sobre sus propiedades. La parte indivisa que le compró a David es embargada.
Dentro de unos meses, si mi amigo David no lo remedia, y no creo que tenga dinero para remediarlo, la cuarta parte indivisa de su magnífico chalet va a salir a subasta. Lo comprará un inversor que luego intentará vendérselo por 200.000 euros y, si no llegan a un acuerdo, dentro de dos o tres años saldrá a subasta el chalet completo. ¿Se puede ser más gilipollas?
Y ahora va y se acuerda de que tiene un amigo subastero. A buenas horas mangas verdes.