Estaba leyendo tangencialmente un artículo sobre un libro y me he encontrado con una crónica sobre las grandezas de Trump, que voy a reproducir para que veáis en manos de quién estamos:
" La última y definitiva estafa de la generación millennial fue la elección como presidente en 2016 de un reconocido timador. Donald Trump ha sido toda su vida un estafador manifiesto, orgulloso de sí mismo y, al parecer, imparable. Durante décadas, antes de entrar en política, vendió un relato personal fraudulento que lo pintaba como un multimillonario hecho a sí mismo, franco y ligeramente populista; es curioso que el hecho de que la mentira pudiese apreciarse a simple vista se convirtió en parte esencial de su atractivo. En su libro de 1987, escrito por un negro literario, Trump. El arte de la negociación, Trump —rodeado entonces, como ahora, por un aura de ostentación al estilo de los rascacielos horteras— acuñó la frase hipérbole verídica, que definió como una «forma muy efectiva de promoción». Cuando estaba promocionando el libro en «The Late Show with David Letterman», se negó a aclarar a cuánto ascendía realmente su patrimonio. En 1992 hizo un cameo en la película Home Alone 2: le indicaba una dirección a Macaulay Culkin mientras estaban plantados en el vestíbulo del hotel Plaza, rodeados de columnas de mármol y arañas de cristal. (Esa era una de las condiciones para filmar en uno de los hoteles de Trump: era obligatorio incluirlo a él en una escena). Ese mismo año, entró en bancarrota por segunda vez. En 2004, el año de su tercera bancarrota, empezó a presentar el programa «The Apprentice», en el que él, un brillante hombre de negocios, tenía que despedir a otras personas en televisión. Tuvo un éxito espectacular. Pero el fraude de Trump va mucho más allá de la falsa publicidad. Siempre ha conseguido sus ganancias explotando a los demás y abusando de ellos. En los años setenta, el Departamento de Justicia de Richard Nixon lo demandó después de elaborar una estrategia para echar a los negros de sus casas de protección oficial. En 1980 contrató a doscientos inmigrantes polacos sin papeles para que limpiasen el solar en el que construiría la Trump Tower: los puso a trabajar sin guantes ni cascos y, en alguna ocasión, los obligó a que se quedasen allí a dormir. En 1981 compró un edificio al sur de Central Park con la intención de convertir los apartamentos de renta limitada en pisos de lujo; cuando los inquilinos no se marcharon, les envió órdenes de desahucio ilegales, les cortó la calefacción y el agua caliente, y puso anuncios en los periódicos ofreciendo alojar a indigentes en el edificio. Tiene fama de no pagar a sus camareros, a sus obreros de la construcción, a sus fontaneros, a sus chóferes. En una ocasión alquiló su nombre a una pareja de estafadores llamados Irene y Mike Malin, directores del Trump Institute, un «taller de creación de riqueza» que plagiaba los materiales que utilizaba y que se declaró en bancarrota en 2008. Gastó decenas de miles de dólares comprando sus propios libros para inflar las cifras de venta. Su fundación benéfica, que apenas ha dedicado dinero a beneficencia, ha sido acusada en repetidas ocasiones de violar las leyes de la autocontratación. El enfoque resulta espantoso incluso cuando se representa como anécdota: en 1997, Trump hizo una buena obra por una vez en una escuela de primaria en el Bronx en la que el equipo de ajedrez intentaba conseguir 5.000 dólares para un torneo. Tras entregarles públicamente un cheque falso por valor de un millón de dólares y tomarse fotos con ellos, les envió 200 dólares por correo postal.
Antes de iniciar la carrera presidencial, la estafa más horrible de Trump fue la Universidad Trump, el proyecto en el que prometió enseñarle a la gente sus secretos para hacerse rico a toda velocidad gracias a los secretos del mercado inmobiliario. En cuanto la empresa se puso en marcha, en 2005, el Fiscal General del Estado de Nueva York envió a la Universidad Trump una notificación indicando que anunciarse falsamente como un «programa de graduados» suponía un incumplimiento de la ley. La compañía cambió un poco la publicidad y prosiguió su alegre campaña para persuadir a la gente de que pagase mil quinientos dólares por acudir a un seminario de tres días que prometía trucos de incalculable valor financiero pero que, en realidad, ofrecía viajes a Home Depot, tonterías básicas sobre multipropiedad y argumentos para comprar los auténticos programas de la Universidad Trump, que costaban treinta y cinco mil dólares que había que pagar por adelantado. En una de las demandas colectivas contra Trump, un antiguo comercial testificó lo siguiente:
A pesar de que la Universidad Trump afirmaba querer ayudar a los consumidores a ganar dinero en el mercado inmobiliario, en realidad la Universidad Trump tan solo estaba interesada en venderles a todos y cada uno de los presentes los seminarios más caros que podían. [...] Según mi experiencia personal como empleado, creo que la Universidad Trump era un complot fraudulento que se aprovechaba de la gente mayor y de las personas sin formación para quedarse con su dinero.
Tres días antes de su investidura como presidente, Trump pagó veinticinco millones de dólares para solventar las demandas por fraude relacionadas con la Universidad Trump. La orden llegó de Gonzalo Curiel, un juez del que Trump había dado a entender que había sido injusto durante el juicio por un sesgo personal contra él; Curiel era mexicano, indicó Trump, de ahí que tuviese prejuicios en su contra, porque tenía planeado construir un muro en la frontera con ese país.
En tanto que presidente, Trump recibe sus informes diarios en grandes tarjetones impresos con información que se reduce, tal como ha señalado un asistente de la Casa Blanca, a mensajes de la complejidad de «Mira correr a Jane». Se convirtió en presidente a pesar de no desearlo de verdad y, a medida que los vapores de nuestro joven pero prematuramente envejecido país lo iban empujando hacia la Sala Oval, realizó decenas de promesas, vacías y estrafalarias, por el camino. Prometió procesar a Hillary Clinton, lanzar a Bowe Bergdahl desde un avión sin paracaídas, lograr que Nabisco produjese sus galletas Oreo en Estados Unidos, conseguir que Apple produjese sus iPhone en Estados Unidos, recuperar todos esos puestos de trabajo para Estados Unidos, eliminar las zonas sin armas en los colegios, condenar a muerte a todo el que matase a un policía, deportar a todos los inmigrantes indocumentados, espiar en las mezquitas, eliminar los fondos para planificación familiar, «cuidar de las mujeres», acabar con el Obamacare, cerrar la EPA (siglas en inglés de la Agencia de Protección del Medio Ambiente), obligar a todo el mundo a decir «Feliz Navidad», construir un muro «artísticamente hermoso» entre Estados Unidos y México que sería el «mayor que jamás se haya visto», conseguir que México lo sufragase, y —lo más divertido de todo, o algo así— no tomarse jamás vacaciones como presidente. (Durante sus primeros 500 días en el cargo fue a jugar a golf en 122 ocasiones). Hizo todas esas promesas movido por una especie de instinto de vendedor maniaco y demente, valiéndose de todas las cosas que, medio en secreto, más ilusionan a sus bases —violencia, dominio, renegar del contrato social— y lanzandoselas a multitudes que no dejaban de rugir. Cuando el mapa empezó a teñirse de rojo la noche de las elecciones y el terrible medidor del Times giró en dirección opuesta a la prevista, experimenté un nauseabundo flash-forward de lo que podría pasar, al final de la legislatura Trump, con las familias inmigrantes separadas, los musulmanes expulsados del país, la entrada denegada en el país a los refugiados, las personas trans privadas de los derechos de los que apenas habían empezado a disfrutar, los niños pobres sin cobertura sanitaria, los niños discapacitados sin ayudas, las mujeres con bajos ingresos que no podrían abortar de manera segura; imaginé cómo serían las cosas cuando la gente que, de manera inconsciente, no cree que ninguna de esas cuestiones sea demasiado importante a nivel personal, digan, como estoy segura que harán, que la era Trump no fue tan mala después de todo. Si todos los políticos son delincuentes, ¿cuál es la diferencia? ¿Por qué no dejarle nuestro país a Trump hasta mañana, cuando todo se haya desmoronado y, además, no tengamos ya ni la más remota idea de lo que nos deparará el futuro? Y aquí aparece uno de los detalles más estremecedores que la era Trump ha sacado a la luz: para soportar todo esto con algo de estabilidad psicológica —sin descender todos los días a un abismo emocional—, la mejor estrategia de una persona consiste en pensar sobre todo en sí misma. Al comprobar que la riqueza sigue fluyendo hacia arriba, al ver que los estadounidenses nos vemos cada día un poco más privados de nuestra democracia, que la acción política se constriñe a los espectáculos de internet, he sentido en muchas ocasiones que la única elección que tenemos en esta época es ser destruidos o comprometernos moralmente con el objetivo de ser funcionales; ser destruidos o ser funcionales para contribuir a esa destrucción.
En enero de 2017, Trump dio una conferencia de prensa flanqueado por una enorme pila de papeles, aparentemente en blanco. Se trataba, según dijo, de todos los documentos que había firmado para librarse de los conflictos de intereses que le afectaban; era todo el papeleo mediante el cual había puesto los negocios familiares en manos de sus hijos. (Como es lógico, no se permitió a los periodistas examinar dichos papeles.) En enero de 2018, Trump había dedicado una tercera parte de su primer año como presidente a ocuparse de sus intereses comerciales. Habló públicamente de sus negocios como mínimo en treinta y cinco ocasiones. Más de un centenar de miembros del Congreso y de cargos del ejecutivo habían visitado propiedades de Trump; once gobiernos extranjeros habían pagado dinero a compañías de Trump; diferentes grupos políticos habían gastado un millón doscientos mil en propiedades de Trump. Los ingresos de MaraLago habían alcanzado un máximo de ocho millones. El beneficio económico es el objetivo final de Trump, su única ambición. No va a cumplir ninguna de sus promesas: no puede tirar a Bowe Bergdahl desde un helicóptero o lograr que México pague un muro, ni volver a generar un boom económico como el de la posguerra, tampoco va a poder acabar con la idea de que las mujeres y las minorías merecen iguales derechos, por poco tradicional que sea; pero todo eso no tiene ninguna importancia. En tanto que hombre blanco y rico, intolerante y avaricioso, para muchas personas representa la quintaesencia más pura del poder y la fuerza en Estados Unidos. Fue elegido por los mismos motivos por los que la gente compra boletos de lotería. No pagas por la posibilidad real de ganar; se trata de la efímera visión de la victoria. «Vendemos una quimera para el típico perdedor», declaró Billy McFarland ante las cámaras mientras estaba en las Bahamas grabando el vídeo de promoción para el Fyre Fest. "