el inmortal honorato...un abrazo...pobre rafael queriendo descubrir como funciona el cosmos de las ideas...
-Veo que lee usted de corrido el sánscrito -dijo el anciano-. ¿Acaso ha viajado por Persia o por Bengala?
-No, señor - contestó el joven, palpando con curiosidad la simbólica piel, bastante parecida a una lámina de metal, por su escasa flexibilidad.
El mercader volvió a dejar la lámpara sobre la columna de donde la tomó, lanzando al joven una mirada de glacial ironía, que parecía significar:
-¡Ya no piensa en morir!
-¿Es una broma o un verdadero misterio? - preguntó el joven desconocido.
El viejo balanceó la cabeza y contestó en tono solemne.
-No puedo afirmarlo categóricamente. He ofrecido el terrible poder que confiere ese talismán a hombres dotados de más energía de la que aparenta usted tener; y, a pesar de haberse burlado de la problemática influencia que debía ejercer sobre sus futuros destinos, ninguno ha querido arriesgarse a formalizar ese contrato tan fatalmente propuesto por no sé qué poder oculto. Les alabo el gusto; yo he dudado, me he abstenido y...
-¿Pero no ha probado usted siquiera? - interrumpió el joven.
-¡Probar! -exclamó el anciano-. Si estuviera usted en lo alto de la columna de la plaza de Vendôme, ¿probaría a lanzarse al espacio? ¿Es posible detener el curso de la vida? ¿Ha logrado alguien fraccionar la muerte? Antes de entrar en este gabinete, había usted resuelto suicidarse; pero, de pronto, le preocupa un secreto y le distrae de su propósito. ¡Criatura! ¿Acaso no se le ofrecerá, diariamente, un enigma mucho más interesante que éste? ¡Escúcheme! Yo he conocido la corte licenciosa del Regente. Como ahora usted, estaba entonces en la indigencia; tenía que mendigar mi sustento; sin embargo, he llegado a la edad de ciento dos años y me he convertido en millonario. La desgracia me ha proporcionado la fortuna; la ignorancia me ha instruido. Voy a revelar a usted, en pocas palabras, un gran misterio de la vida humana. El hombre se consume a causa de dos actos instintivamente realizados, que agotan las fuentes de su existencia. Dos verbos expresan todas las formas que toman estas dos causas de muerte: «Querer y Poder». Entre estos dos términos y la acción humana, existe otra fórmula de la cual se apoderan los sabios y a la qué yo debo la suerte de mi longevidad. «Querer» nos abrasa y «Poder» nos destruye; pero «Saber» constituye a nuestro débil organismo en un perpetuo estado de calma. Así, el deseo, o el querer, ha fenecido en mí, muerto por el pensamiento; el movimiento, o el poder, se ha resuelto por el funcionamiento natural de mis órganos. En dos palabras: he situado mi vida, no en el corazón, que se quebranta, ni en los sentidos, que se embotan, sino en el cerebro, que no se desgasta y que sobrevive a todo. Ningún exceso ha menoscabado mi alma ni mi cuerpo, y eso que he visto el mundo entero. Mis plantas han hollado las más altas montañas de Asia y América, he aprendido todos los idiomas humanos, he vivido bajo todos los regímenes. He prestado dinero a un chino, aceptando como garantía el cuerpo de su padre; he dormido bajo la tienda de un árabe, fiado en su palabra; he firmado contratos en todas las capitales europeas, he dejado sin temor mi oro en la cabaña del salvaje: lo he conseguido todo, en fin, por haber sabido desdeñarlo todo. Mi única ambición ha consistido en ver. Ver, ¿no es, acaso, saber? Y saber, ¿no es gozar instintivamente? ¿no es descubrir la substancia misma del hecho y apropiársela esencialmente? ¿Qué queda de una posesión material? Una idea. Juzgue, pues, cuán deliciosa ha de ser la vida del hombre que, pudiendo grabar todas las realidades en su mente, transporta en su alma las fuentes de la dicha, extrayendo de ella mil voluptuosidades ideales, exentas de las mancillas terrenas.
La imaginación es la llave de todos los tesoros; procura las satisfacciones del avaro, sin proporcionar las preocupaciones. Por eso me he cernido sobre el mundo, en el que todos mis placeres fueron siempre goces intelectuales. Mis excesos se han condensado en la contemplación de mares, de pueblos, de selvas, de montañas. Lo he visto todo; pero tranquilamente, sin cansancio, jamás he ambicionado nada, esperándolo todo. Me he paseado por el Universo, como por el jardín de una vivienda de mi propiedad. Lo que los demás califican de penas, amores, ambiciones, reveses, tristezas, se convierte para mí en ideas, que, trueco en ensueños; en vez de sentirlas, las expreso, las traduzco; en lugar de dejar que devoren mi vida, las dramatizo, las desarrollo, me distraigo como con novelas que leyera mediante una visión interior. Como nunca he desgastado mi organismo, disfruto aún de perfecta salud; y como mi alma conserva todas las energías que no he disipado, mi cabeza está mucho mejor surtida que mis almacenes. ¡Aquí - prosiguió, dándose, una palmada en la frente-, aquí está el verdadero capital! Paso días deliciosos dirigiendo una mirada inteligente al pasado, evoco países enteros, parajes, vistas del Océano, figuras hermosas de la historia. Tengo un serrallo imaginario, en el que poseo a todas las mujeres que no he conocido. Con frecuencia, contemplo vuestras guerras, vuestras revoluciones, y las juzgo. ¡Ah! ¿Cómo preferir febriles, fugaces admiraciones por unas carnes más o menos sonrosadas, más o menos mórbidas? ¿cómo preferir todos los desastres de vuestras erradas voluntades a la facultad sublime de llamar ante sí al Universo, al placer inmenso de moverse libremente, sin estar agarrotado por las ligaduras del Tiempo ni por las trabas del espacio, al placer de abarcarlo todo, de verlo todo, de inclinarse sobre el borde del mundo para interrogar a las otras esferas, para oír a Dios? Aquí -agregó en voz vibrante, mostrando la piel de zapa-, en este pedazo de piel, se encuentran reunidos el «poder» y el «querer». En él están resumidas vuestras ideas sociales, vuestras desmedidas ambiciones, vuestras intemperancias, vuestras alegrías que matan, vuestros dolores que alargan la vida, porque quizá el mal no sea más que un violento placer. ¿Quién será capaz de determinar el punto en que la voluptuosidad se convierte en mal, y en el que el mal continúa siendo voluptuosidad? ¿No acarician la vista los más vivos fulgores del mundo ideal, al paso que siempre la hieren las más suaves tinieblas del mundo físico? ¿No se deriva de saber la palabra sabiduría? ¿Y en qué consiste la locura, sino en el exceso de un querer o de un poder?
-¡Pues bien! ¡sí, quiero vivir con exceso! - exclamó el desconocido, apoderándose de la piel de zapa.
-¡Cuidado, joven! - exclamó a su vez el anciano, con increíble vivacidad.
-Había consagrado mi existencia al estudio y a la meditación que ni siquiera me han servido para subvenir a mis necesidades -replicó el desconocido-. ¡No quiero ser juguete de un sermón digno de Swedenborg, ni de ese amuleto oriental, ni de los caritativos esfuerzos que hace usted para retenerme en una sociedad, en la que mi existencia se ha convertido en imposible. ¡Vamos a ver! -añadió, apretando el talismán con mano convulsa y mirando al anciano-. ¡Quiero una comida regiamente espléndida, una bacanal digna del siglo en que, según dicen, todo está perfeccionado! ¡que mis comensales sean jóvenes espirituales y sin prejuicios, alegres hasta la locura! ¡que los vinos se vayan sucediendo, cada vez más incisivos, más espumosos, con fuerza suficiente para que la embriaguez nos dure tres días! ¡que den realce a la fiesta las más fogosas hermosuras! ¡Quiero que la Licencia delirante, rugiente, nos arrastre en su carro tirado por cuatro corceles más allá de los confines del mundo, para volcarnos en playas ignoradas! ¡que las almas asciendan a los cielos o se hundan en el fango, poco me importa! ¡Exijo, por tanto, a ese poder siniestro, que me refunda todos los goces en uno solo! ¡sí! ¡necesito estrechar a los placeres del cielo y de la tierra en un postrer abrazo, para que me maten,! ¡ansío, después de beber, antiguas priapeas, canciones que despierten a los muertos, besos interminables, cuyo clamor pase sobre París como el estallido de un incendio, desvelando a los esposos, infundiéndoles un ardor irresistible que rejuvenezca a todos, ¡hasta a los septuagenarios!
Una estridente carcajada del vejete resonó en los oídos del enloquecido joven como un eco infernal, imponiéndose tan despóticamente, que le hizo enmudecer.
-¿Cree usted -repuso el mercader que va a abrirse de pronto el pavimento, para dar paso a mesas suntuosamente ser, vidas y a comensales del otro mundo?
¡No, joven aturdido! ¡No! Ha firmado usted el pacto, y no hay más que hablar.
Ahora, sus aspiraciones quedarán escrupulosamente satisfechas, pero a costa de su vida. El círculo de sus días, representado por esa piel, se irá reduciendo en relación con la cantidad y calidad de sus deseos, desde el más modesto al más exorbitante. El brahmín que me proporcionó ese talismán me indicó que existiría una concordancia misteriosa entre los destinos y los deseos de su poseedor. El primer deseo de usted es vulgar; yo mismo podría realizarlo; pero lo dejo a cuenta de los acontecimientos de su vida futura. Después de todo, ¿no quería usted morir?
¡Pues bien! el suicidio queda simplemente aplazado.
El desconocido, sorprendido y casi enojado de ser el blanco constante de las burlas de aquel anciano singular, cuya intención semifilantrópica le pareció claramente demostrada en este último sarcasmo, contestó:
-Ya veré, señor mío, si cambia mi suerte durante el tiempo que invierta en cruzar la calle. Pero si no se burla usted de la desgracia, le deseo, para vengarme de tan fatal servicio, que se enamore perdidamente de una bailarina. Entonces comprenderá usted la satisfacción que proporciona una orgía, y prodigará quizá todas las riquezas que tan filosóficamente ha ido economizando.
Y saliendo, sin oír un hondo suspiro lanzado por el anciano, atravesó las salas y descendió la escalera de la casa, seguido por el mofletudo mocetón que trataba en vano de alumbrarle, pues corría con la ligereza de un ladrón sorprendido en flagrante delito. Cegado por una especie de delirio, ni siquiera se dio cuenta de la increíble ductilidad de la piel de zapa, que habiendo adquirido la flexibilidad de un guante, se arrolló entre sus crispados dedos y se deslizó en el bolsillo de su frac, donde la guardó casi maquinalmente.
Al precipitarse del almacén a la calle, tropezó con tres jóvenes que iban cogidos del brazo.
-¡Animal!
-¡Imbécil!
Tales fueron las corteses interpelaciones que cambiaron.
-¡Calla! ¡si es Rafael!
-¡Es verdad! te buscábamos.
-¡Ah! ¿sois vosotros?
Estas tres frases amistosas siguieron a las injurias, tan pronto como la luz de un farol iluminó las caras del asombrado grupo.
-¡Chico! es preciso que vengas con nosotros - dijo a Rafael el joven a quien estuvo a punto de derribar.
-¿De qué se trata?
-¡Vamos andando! ya te lo contaré por el camino.
De grado o por fuerza, Rafael se vio rodeado de sus amigos que, secuestrándole y agregándole al gozoso grupo, le arrastraron hacia el puente de las Artes.
-¡Amigo mío! -continuó el que había tomado la palabra-, hace ya cerca de una semana que andamos buscándote. En tu respetable hotel de San Quintín, que, entre paréntesis, sigue ostentando una invariable muestra con letras alternativamente negras y rojas, como en tiempo de Juan Jacobo Rousseau, la simpática Leonarda nos dijo que habías marchado al campo. ¡Y eso que no tenemos traza de acreedores, de gente de curia, ni de proveedores! Pero ¡ni por esas! Rastignac te había visto en los Bufos la noche anterior, y todos hicimos cuestión de amor propio averiguar si vivías encaramado en algún árbol de los Campos Elíseos, si pasabas la noche en una de esas filantrópicas casas, en las que, por diez céntimos, duermen los pordioseros apoyados en una cuerda tirante, o si, más afortunado, habías establecido tu vivac en el tocador de alguna dama. No te hemos encontrado en ninguna parte; ni en los registros de Santa Pelagia, ni en los de la Fuerza. Hemos explorado concienzudamente los ministerios, la Opera, las casas conventuales, cafés, bibliotecas, comisarías de policía, redacciones de periódicos, casas de comida, saloncillos de teatros, en una palabra, cuantos lugares buenos y malos existen en París, y ya llorábamos la pérdida de un hombre dotado de genio suficiente para hacerse buscar lo mismo en la Corte que en las cárceles. Hasta nos proponíamos canonizarte, como a un héroe de julio, y ¡palabra de honor! Te echábamos de menos.
En aquel momento, Rafael cruzaba con sus amigos el puente de las Artes, desde donde, sin prestarles atención, contempló el Sena, cuyas mugientes aguas reflejaban las luces de París. Sobre aquella corriente, en la que pocas horas antes intentó precipitarse quedaban cumplidas las predicciones del anciano; la hora de su muerte se retrasaba ya fatalmente.
-¡Te añorábamos, verdaderamente! -continuó su amigo, sin abandonar el tema iniciado-. Se trata de una combinación, en la que te hemos incluido en tu calidad de hombre superior, es decir, de hombre que sabe sobreponerse a todo. El escamoteo de la bolilla constitucional bajo el cubilete real, se hace hoy, amigo mío, con más desfachatez que nunca. La infame Monarquía, derrocada por el heroísmo popular, con la que se podía reír y banquetear; pero la Patria es una cónyuge arisca y virtuosa, con cuyas metódicas y mesuradas caricias hemos de conformarnos.
Como sabes muy bien, el poder se ha trasladado de las Tullerías a los periódicos, de igual modo que el presupuesto ha cambiado de distrito, pasando del Arrabal de San Germán a la Calzada de Antín. Pero hay algo que tal vez ignoras. El gobierno, es decir, la aristocracia del dinero y del talento, que se sirve actualmente de la patria, como antes el clero de la monarquía, ha experimentado la necesidad de engañar al buen pueblo francés con palabras nuevas e ideas rancias, ni más ni menos que los filósofos de todas las escuelas y los poderosos de todos los tiempos. Trátase, por tanto, de inculcarnos una opinión regiamente nacional, demostrándonos las enormes ventajas de pagar mil doscientos millones y treinta y tres céntimos a la patria, representada por tales o cuales señores, en vez de satisfacer mil ciento y nueve céntimos a un rey, que decía «yo», en lugar de decir «nosotros».
En una palabra, acaba de fundarse un periódico, pertrechado con doscientos o trescientos mil francos efectivos, con el objeto de hacer una oposición que calme a los descontentos, sin perjudicar al gobierno nacional del rey democrático. Ahora bien; como a nosotros nos tiene tan sin cuidado la libertad como el despotismo, la religión como la incredulidad; como, para nosotros, la patria es una capital en la que las ideas se cambian y se venden a tanto la línea, en la que todos los días hay suculentas comidas y numerosos espectáculos, en la que hormiguean disolutas meretrices y no terminan las cenas hasta el día siguiente, en la que los amores se alquilan por horas como los «simones», París será siempre la más adorable de las patrias, la patria de la alegría, de la libertad, del genio, de las mujeres bonitas, de los hombres calaveras, del buen vino, y en la que jamás se dejará sentir la férula del poder, por estar cerca de los que la empuñan... Nosotros, verdaderos sectarios de Mefistófeles, hemos emprendido la tarea de revocar el espíritu público, de caracterizar a los actores, de apuntalar la barraca gubernamental, de medicinar a los doctrinarios, de reconocer a los viejos republicanos, de pintar a dos colores a los bonapartistas y de avituallar al centro, con tal que se nos permita reírnos para nuestro coleto de reyes y de pueblos, tener por la noche otra opinión que por la mañana, pasar alegremente la vida a la Panurga o a usanza oriental, reclinados en mullidos almohadones. Te reservamos las riendas de ese imperio macarrónico y burlesco, y aprovechamos la coyuntura para llevarte a la comida que da el fundador del susodicho periódico, un banquero retirado, que no sabiendo qué hacer de su dinero quiere cambiarlo por talento. ¡Serás acogido como un hermano, te aclamaremos rey de los espíritus levantiscos que no se asustan de nada y cuya perspicacia descubre los propósitos de Austria, Inglaterra o Rusia, antes que Rusia, Inglaterra o Austria los hayan concebido! ¡Sí! te instituiremos soberano de esas autoridades intelectuales que proporcionan al mundo los Mirabeau, los Talleyrand, los Pitt, los Metternich, en una palabra, todos esos audaces Crispines que se juegan entre sí los destinos de un imperio, como los hombres vulgares se juegan su doble de cerveza al dominó. Te hemos presentado como el más intrépido de cuantos compañeros han abrazado estrechamente el libertinaje, ese admirable monstruo con el que quieren luchar todos los ánimos esforzados y hasta hemos afirmado que todavía no te ha vencido. Espero que no desmentirás nuestros elogios. Taillefer, nuestro anfitrión, nos ha prometido rebasar las mezquinas saturnales de nuestros pequeños Lúculos modernos. Es suficientemente rico para comunicar grandeza a las pequeñeces y gracia y distinción al vicio…Pero, ¿no me oyes, Rafael? - preguntó a éste el orador, interrumpiéndose.
-Sí - contestó el interpelado, menos maravillado de la realización de sus deseos que sorprendido de la manera natural en que se desarrollaban los acontecimientos; pues, aunque le fuera imposible creer en una influencia mágica, admiraba los azares del destino humano.
-Has dicho que sí, como si estuvieras pensando en las musarañas –replicó uno de los amigos-.
-¡Ah!-repuso Rafael, con un acento de candidez que hizo reír a aquellos escritores, esperanza de la regenerada Francia -¡pensaba, mis buenos amigos, en que no estamos lejos de convertirnos en unos consumados bribones! Hasta ahora, hemos blasonado de impiedad, entre dos vinos; hemos pasado la vida en estado de embriaguez; hemos valorado a los hombres y a las cosas en plena digestión. Vírgenes de hechos, éramos osados en la palabra; pero en estos momentos, marcados por el hierro candente de la política, vamos a entrar en ese presidio suelto y a perder en él nuestras ilusiones. Cuando ya sólo se cree en el diablo, es permitido echar de menos el paraíso de la niñez, el tiempo inocente en que sacábamos la lengua ante un buen sacerdote, para recibir en ella el sagrado cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. Si hemos disfrutado tanto al cometer nuestros primeros pecados, ha sido porque sentíamos remordimientos para embellecerlos y darles un sabor agridulce, mientras que ahora…
-¡Oh! -interrumpió el primer interlocutor-. Ahora nos queda…
-¿Qué? -preguntó uno de los otros.
-¡El crimen!...
-He ahí una palabra que tiene toda la elevación de una horca y toda la profundidad del Sena - replicó Rafael.
-No me has entendido. Me refiero a los crímenes políticos. Desde esta mañana, tan sólo envidio una existencia: la de los conspiradores. No sé si mañana durará este capricho; pero, esta noche, la vida incolora de nuestra civilización lisa como un riel de camino de hierro me produce náuseas. Estoy enamorado apasionadamente de la derrota de Moscú, de las emociones del «Corsario Rojo» y de la vida de los contrabandistas. Puesto que ya no hay cartujos en Francia, quisiera por lo menos un Botany-Bay, un asilo, una especie de enfermería para los pequeños lords Byron que, después de haber estrujado la vida como una servilleta al terminar la comida, no tienen otros recursos que incendiar su país, levantarse la tapa de los sesos, conspirar en favor de la República o abogar por la guerra…
-¡Mira, Emilio! -interrumpió con vehemencia el amigo más inmediato a Rafael-, te aseguro que, a no ser por la revolución de julio, hubiera vestido el hábito sacerdotal para irme a vegetar en el fondo de una campiña; pero...
-¿Y hubieras leído el breviario todos los días?
-Sí.
-¡Valiente ridiculez!
-¡Bien leemos los periódicos!
-¡Vaya un periodista! Pero, cállate, porque marchamos entre un núcleo de suscriptores… Quedamos, pues, en que el periodismo es la religión de las sociedades modernas y una prueba patente de progreso.
-¿Cómo?
-Los pontífices no vienen obligados a creer, ni el pueblo tampoco...
Departiendo así, como pacíficos ciudadanos que sabían el «De Viris Illustribus» desde muchos años antes, llegaron a un hotel de la calle Joubert