Nueve de octubre. Faltan tres días para la fiesta nacional de una nación en la que en los últimos años ha dejado de creer un número alarmante de aquellos a quienes reclama como hijos. Unos, porque se sienten hijos de otras naciones, que la excluyen. Otros, porque cada día que pasa, con el espectáculo que les ofrece, se sienten poco o nada inclinados a considerarse parte de una nación representada por quienes la engañan, la desvalijan y malbaratan a cada paso lo que algún día pudo haber sido.Nueve de octubre, y tú que aún no quieres desertar, que sin entusiasmo febril por banderas, himnos y demás signos visibles, querrías sin embargo poder seguir creyendo que hay algo útil y valioso en una idea de comunidad asentada en una historia y unos valores no siempre ejemplares, pero no más despreciables que los de otros, y una lengua que es una de las más grandes de las que el hombre ha creado, porque en ella se escribieron el Quijote y los poemas de Garcilaso o Lorca o Gil de Biedma, tú que no puedes experimentar el arrebato de quienes se lanzan a destruir lo construido por tantos, buscas un ejemplo, un pie, un referente al que recurrir para postular y sostener una nación en la que quepan más y quepan mejor que en ésta ahora.Y he aquí que lo encuentras donde menos parecía posible hallarlo, en las memorias de un hombre que entre otras cosas narra dónde estaba el nueve de octubre de hace ochenta y dos años: prisionero en el castillo de Montjuïc, pendiente del consejo de guerra sumarísimo en el que esperaba ser condenado a muerte, por haber defendido con las armas, a las órdenes del president Companys, y frente a las tropas enviadas por el gobierno central, la proclamación del estado catalán el seis de octubre de 1934. Un hombre que se llamaba Frederic Escofet i Alsina.Era Escofet segundo jefe del cuerpo de Mossos d'Esquadra, y en tal condición había asumido primero la defensa del Palau de la Generalitat y luego, por encargo directo de Companys, la Comisaría General de Orden Público, cuyo titular flaqueó ante la acometida de los militares dirigidos por el general Batet. Allí aguantó a pie firme frente a un ejército que emplazó cañones, momento en que el conseller del ramo, el senyor Dencàs, dio en huir por las alcantarillas hasta la Barceloneta para después ponerse a salvo en Francia. Escofet no: se quedó al frente de sus hombres para asumir toda la responsabilidad de la resistencia cuando se hizo evidente que ya no podía prolongarse más. No en vano era capitán de caballería y veterano de la guerra de Marruecos, donde lo hirieron tres veces al frente de sus tropas. El consejo de guerra que Escofet aguardaba ese nueve de octubre de 1934 junto a sus compañeros, los restantes oficiales de los Mossos y del cuerpo de Seguridad que habían obedecido las órdenes de la autoridad a la que estaban legalmente sometidos, se celebró finalmente el día de la actual fiesta nacional, el doce de octubre de 1934. Pronto quedó claro que no aguardaba a aquellos oficiales otra suerte que la pena capital. En su turno de última palabra, esto fue lo que dijo Frederic Escofet:-No he querido rehuir la responsabilidad contraída y por esto comparezco aquí como culpable; sé que seré juzgado severamente y sólo pido de vuestra benevolencia que al quitarme el uniforme y con él las ilusiones, dispongáis, al tiempo, de mi propia vida. Sólo así seréis justos con quien, como yo, he creído sacrificarme siempre por mis tres grandes amores: nuestra España republicana, mi querida Cataluña y mi propia dignidad.Insiste una y otra vez Escofet en sus memorias en que él jamás quiso ni creyó enfrentarse a España, sino a quienes querían acabar, desde el gobierno, con la república que los españoles, entre ellos los catalanes, se habían dado. La pena de muerte le fue al final conmutada por intercesión del presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora. Tras otras muchas vivencias azarosas que no son del caso y que lo llevaron a un largo exilio en Bélgica, acabó al final de su vida regresando a su Cataluña y a Cadaqués, de donde era su familia, tras la muerte de Franco y la reinstauración de la democracia en España. Atravesando ocho décadas, sus palabras resuenan y golpean y suscitan una pregunta que alguien debería intentar responder: ¿qué ha sucedido que invalide el discurso de este catalán que llevó su amor a Cataluña hasta el extremo de exponer y casi perder su vida para defenderla (extremo al que habría que ver cuántos llegarían, y cuántos, como Dencàs, cambiarían gustosos por la huida a través de una alcantarilla) y que no por ello dejó jamás de sentirse español? No puede ser la historia anterior, que tantas veces se invoca: Escofet la tenía bien presente y no le impedía su sentimiento. ¿Son causa suficiente una financiación mejorable, una sentencia del Constitucional, un par de gobiernos torpes?Relees la frase final de Escofet y te detienes en cada uno de esos tres amores, sobre todo en el último. Quizá en ellos, o mejor dicho en su pérdida, y en su trueque por intereses y tinglados de cariz tan opuesto, radica una buena parte del problema.