Admito que no estaba preparada para este final absurdo. Ciertamente, había algún atisbo. Ciertamente era una de las absurdas promesas de los separatistas catalanes. Una más, una de tantas, pero ¿quién iba a sospechar que justo ése, posiblemente el más grotesco de todos, se alzara como asunto central de los últimos minutos de la campaña? Ni con gran esfuerzo de imaginación, será que tengo poca, hubiera barruntado que podía ver a Oriol Junqueras, dirigente de ERC, férreo partidario de romper con España, de montarse una república catalana independiente, esgrimiendo el artículo 11.2 de la Constitución a la que él y Mas quieren hacer un corte de mangas para vindicar la nacionalidad española de los hipotéticos ciudadanos de la hipotética república independiente.
Confieso que dejé de ver entonces el debate entre Margallo y Junqueras, porque no podía con el bochorno que me producía la exhibición del argumento. Un poco más, pensé espantada, y Junqueras se pone a bailar y a cantar "¡Yo soy español, español, español!", como los chavales cuando la selección española de fútbol ganó el Mundial hace cinco años. Porque yo he conocido, como cualquiera, a nacionalistas y separatistas empecinados, y los he visto continuamente en acción y en reacción. Pero a separatistas inflexibles que reivindiquen la nacionalidad española, a tan extrañas y esperpénticas criaturas, no las había visto en mi vida.
El único precedente que me podía haber preparado para ese espectáculo, el único instante de confusión y delirio que podía tener alguna proximidad, era el que le había leído a Gaziel, el periodista de La Vanguardia, en sus "Apuntes de una noche inolvidable. Tomados al hilo de los acontecimientos durante las jornadas de los días 4, 5, 6 y 7 de octubre de 1934". El periodista escucha aterrado y acongojado la retransmisión radiofónica de la proclamación del Estado catalán por el presidente de la Generalidad, Luis Companys. Después de anunciarse una y otra vez el triunfo de la proclamación, después de llamar a los catalanes a levantarse en armas para defender el nuevo Estado, al cabo de las horas –el golpe no duró más de diez–, Gaziel anota lo siguiente:
Llegó un momento, ya a altas horas de la noche, en que el Consejero [de Gobernación] parecía poseído materialmente de una suerte de delirium tremens revolucionario. Llamaba a los catalanes, llamaba a los demás españoles, llamaba a las sombras de la noche, y las llamaba en castellano, con voces embarulladas y febricitantes. Una vez, acabó dando un gran "¡Viva España!", y en torno a ese grito resonaron nerviosos aplausos. ¿De quiénes?... Yo no podía más.
Pero claro que pueden más. Con su ¡viva la nacionalidad española!, los partidarios de la fractura pueden decirles y les dicen a los catalanes:
Queridos, vamos a romper con España, vamos a montar un Estado propio, pero no pasará nada, y hasta tal punto no pasará nada que incluso podréis seguir siendo españoles. Así que, muy tranquilos, porque España os seguirá pagando la pensión y lo que haga falta. Porque España no os puede quitar la nacionalidad ni, por tanto, la ciudadanía europea ni nada de nada. ¡Mirad, mirad el artículo tal de la Constitución!
En realidad, no es tan raro que este absurdo asunto sea el colofón de la campaña electoral. De un lado, porque el debate político español se lanza hoy con irreprimible gusto y de cabeza a lo más llamativo y excéntrico, a la última fricada que se sirve en los canutazos y en los platós. Y cuando lo estrambótico trae enredo de leyes, entonces el gusto se vuelve adicción, y todo el mundo entra al banquete, armado de jurisprudencia de andar por casa y desarmado de todo lo demás.
Del otro, porque ahí, en esa especie de la doble (¿o no?) nacionalidad, se reúnen las dos caras asociadas del movimiento separatista: la astuta, la del que se las sabe todas y sabe hacer la trampa, la de la doblez; y la inocente, la infantilizada, la crédula y la del buen rollo. Caras que por azar o necesidad se han encarnado en los dos socios de este asunto, que son Artur Mas y Oriol Junqueras. Lo mejor de los dos mundos. Yo sólo espero que la última recomendación electoral de Juntos por el Sí no sea instar a sus votantes a ir raudos a renovar sus DNI.
Cristina Losada