Mediada la campaña electoral, la natural inquietud ante el inminente cambio del modelo bipartidista apenas consigue mantener el interés de una opinión pública bastante hastiada por las sucesivas convocatorias a las urnas. Para sacudirnos el sopor, los medios nos traen a domicilio las ocurrencias de los candidatos en unos curiosos debates a múltiples bandas, que sólo merecerían el nombre de tales en la medida en que unos u otros oponen diversas antítesis, o alternativas, a las tesis que sustenta el actual partido del Gobierno.
Ha hecho fortuna considerar esos eventos televisivos como entrevistas de trabajo, en las que diversos aspirantes manifiestan sus capacidades ante el empleador –la opinión pública, o el cuerpo electoral– para que éste decida entre ellos según su interés, que no sería sino el interés general. Sucede, sin embargo, que casi nadie está dispuesto a aceptar ese postulado benthamiano según el cual habría que tomar como criterio el mayor beneficio de todos. Más bien, la demoscopia se encarga de indagar cuáles serían los intereses sectoriales varios que habría que complacer, arañando así el mayor número de votos.
No es extraño, pues, que en ese contexto haya desaparecido del discurso político toda referencia a las ideas o principios morales –hoy se habla de valores, aunque no sea lo mismo– en los que la comunidad política se ha venido fundamentando: libertad, igualdad, justicia, soberanía y, como síntesis de todo ello, España, la patria que alienta en una bandera con la que todos nos identificamos, o al menos deberíamos, como ciudadanos, identificarnos.
En esos debates, o más bien discusiones o tertulias electorales, veníamos echando de menos al representante de un partido tan pequeño como se quiera, pero tan democrático como el que más, que tiene la audaz pretensión de presentarse como liberal-conservador; es decir, un partido de derechas, vaya. Como no hay otro que haya hecho lo mismo, ya habrán advertido que me estoy refiriendo a Vox.
Pues verán ustedes, apenas disipado el tedio tras el aún reciente y manido debate de Atresmedia, vino la Junta Electoral Central a sobresaltarnos, al menos a mí, al disponer la retirada de la publicidad electoral de Vox. ¿El motivo? Ese partido ha tenido la osadía de lucir los colores nacionales en los sobres de su propaganda electoral, incurriendo al hacerlo, a juicio de los censores, en una prohibición implícitamente formulada en la Ley Electoral.
Finalmente se han impuesto el sentido común y la justicia y el Tribunal Supremo ha rectificado la inoportuna resolución de la Junta Electoral. Una interpretación extensiva de la ley en materia de delimitación legal de derechos y libertades fundamentales no parecía de recibo. Pero no les aburriré con consideraciones jurídicas. Bastará acudir a la memoria reciente: Pedro Sánchez en un mitin ante la representación virtual de la bandera nacional, la publicidad del PSOE en las andaluzas engalanada con el pabellón blanco y verde, o el peculiar corazón de Ciudadanos, en el que se inscriben junto a los colores rojo y gualda, la cuatribarrada catalana y las estrellas europeas. Casi nada. Y es que no sólo era contrario a la ley secuestrar la publicidad de Vox. También se trataba de un evidente agravio comparativo.
Utilizar los colores nacionales en un proceso electoral no puede ser ilegal. Lo que en una campaña se dirime es el honor de servir a la Nación y a todos sus ciudadanos, no a los de un determinado partido. Es más, si alzásemos un poco la vista veríamos que mostrar los colores nacionales en procesos electorales es normal en países de nuestro entorno. Justo es, entonces, que se recurra a la bandera que a todos une y representa, siempre que ésta no se identifique excluyentemente como símbolo de una opción política concreta. Es eso, no otra cosa, lo que el legislador, entre nosotros, sabia y específicamente ha vetado.
Aunque se haya rectificado, lo que ha sucedido es muy triste y preocupante. Ciertamente, los colores nacionales no son de nadie, pero sólo porque son de todos nosotros. Mostrarlos con orgullo y lealtad es un derecho ciudadano que Vox ha ejercitado sin temor a lo políticamente -¿y absurdamente?- correcto. Claro que, al hacerlo, puede estar dejando a otros en mal lugar, al enarbolar el verdadero símbolo de un interés general que, en la sombría búsqueda de esos nichos de voto que esconden intereses sectoriales, a veces mezquinos, puede pasar inadvertido.
Vox es un verso libre como, en ese sentido, puede serlo algún otro partido. Y esas formaciones terminan siendo marginadas por la opinión pública, respondiendo a nociones tales como el voto útil o la elección del mal menor. Lástima, porque se pierden con ello voces críticas que podrían contribuir a la regeneración del arco político, en tanto fuerzas emergentes, más nutridas y pendientes de la demoscopia, pueden ahondar en nuestra frustración.