Instalado entre el oportunismo y la irresponsabilidad, Pedro Sánchez afirma, grave y convencido, que la España que pretende gobernar es un Estado plurinacional, definición que sostiene Pablo Iglesias desde los tiempos en que, emocionado, hablaba en las herriko tabernas. Incapaces de escapar al síndrome de Estocolmo autonómico y al tiempo sabedores de la rentabilidad de mostrarse serviles con determinadas facciones territoriales, las autodenominadas izquierdas españolas vislumbran la solución al problema territorial en la invocación de la plurinacionalidad de España, que, naturalmente, se traduciría en la consagración de la desigualdad entre españoles, la estabulización cultural y el blindaje de los grupos de poder que oscilan entre la aldea, la región y el parasitismo del Estado que aborrecen.
Ocurre, no obstante, que tan visionarios políticos son incapaces de determinar la cantidad de naciones que compondrían la pretendida nación de naciones que a ellos se les presenta como evidente sin reparar en la contradicción política de tal expresión. Ante la pregunta por el número de tales naciones, probablemente aparecería en primer lugar la clásica terna Cataluña-Vascongadas-Galicia, convertidas en Catalunya, Euskal Herria y Galiza al ser pronunciadas por los paladares más exquisitamente correctos. O lo que es lo mismo, aquellas que durante la convulsa y efímera II República alcanzaron un estatus que debía tanto al cultivo del mito de la Cultura como al agua bendita. Tras el mentado trío, surgirían los Países Catalanes, la Andalucía siempre postrada, el León que anhela recuperar el telúrico llionés, la Asturias del bable normalizado o la Cantabria del lábaro. De este modo, el proceso plurinacionalizador podría continuar indefinidamente hasta alcanzar los evanescentes límites sanchistas: los del sentimiento expresado en las urnas. Olvidando que nación dice soberanía, apropiación de territorio, fronteras en definitiva. En este contexto: ¿qué hacer con Castilla?