Suele lamentarse la creciente crispación de la vida política española, sobre todo cuando se la compara con el espíritu de consenso que inspiró aquello que se llamó el paso de la ley a la ley. También suele llamar la atención que las generaciones de izquierdistas que vivieron la derrota, el exilio y la clandestinidad supieron pasar página y colaborar con la derecha, buena parte de ella proveniente del aparato franquista, en la construcción del régimen democrático; mientras que las nuevas generaciones de izquierdistas se distinguen por un leninismo trasnochado, un afán revanchista y una virulencia antifranquista sorprendentes en quienes nacieron después de muerto Franco y aprobada la Constitución de 1978. La última manifestación de este cansino antifranquismo retardado han sido las repetidas invocaciones a la Segunda República por parte de Pablo Iglesias, puñito en alto, durante el circo de investidura de Pedro Sánchez.
Suele presentarse, por lo tanto, a los políticos socialistas de la generación de la Transición como contrarios a la actual deriva de la izquierda española. Efectivamente, así puede deducirse, en unos casos más que en otros, de algunas declaraciones recientes de figuras históricas del socialismo español como Pablo Castellano, Joaquín Leguina, José María Fidalgo y José Luis Corcuera, además de los dos más influyentes, Felipe González y Alfonso Guerra. Pero sería injusto olvidar la responsabilidad de aquella generación en la lenta pero incesante construcción del discurso guerracivilista que hoy despliega la izquierda desde el PSOE hasta Podemos, pasando por toda la sopa de letras separatista.
Para ir por orden, podríamos comenzar recordando que la víspera de la primera celebración del 1 de Mayo tras la muerte de Franco, la de 1976, José Manuel Otero Novas y otras personas del círculo que sólo dos meses después llegaría al gobierno con Adolfo Suárez pidieron a Felipe González y otros dirigentes socialistas que "suprimieran de un libro en ciernes una reivindicación orgullosa de su golpe de Estado de 1934. Les argumentamos que no era un buen comienzo de la democracia defender un ataque violento a las instituciones democráticas. Y se negaron. Salió la reivindicación" (J. M. Otero Novas, "Democracia y libertad", ABC, 1-II-1996, p. 38).
Ocho años después, ya con el PSOE en la Moncloa, se cumplió el medio siglo de aquel golpe de Estado que abrió el camino hacia la guerra civil. Se celebraron actos, congresos y conferencias, y varios dirigentes socialistas aprovecharon la ocasión para manifestar su sintonía con los revolucionarios del 34. Como guinda del cincuentenario, se inauguraron las estatuas de los dos principales responsables del golpe, Prieto y Largo Caballero, junto a los Nuevos Ministerios madrileños.
Otro elemento clave del envenenamiento de la política actual ha sido la muy pueril y muy sectaria imagen de la Guerra Civil transmitida por los mayoritariamente izquierdistas cineastas españoles desde hace cuarenta años. Bochornoso espectáculo que ha superado con creces en maniqueísmo a las producciones de los primeros años del franquismo, con el agravante de que aquél fue un régimen dictatorial surgido de una guerra civil, lo que explica mucho sobre la visión oficial del conflicto bélico, mientras que el régimen actual es una democracia, basada precisamente en el pluralismo político, y completamente ajena, en teoría, a guerras civiles y revanchas. Y lo mismo podría decirse de la televisión y de lo poco y malo que se enseña a los niños en los colegios.
Pero no recae en la izquierda toda la responsabilidad por esta reescritura de nuestra historia reciente que tan largos y profundos efectos está teniendo en la vida política nacional. Pues gobernaba Aznar con mayoría absoluta cuando en la muy simbólica fecha del 20 de noviembre de 2002 el Congreso aprobó por unanimidad una resolución condenatoria del golpe de julio de 1936 y el régimen salido de él. Pero del golpe de octubre de 1934, de sus miles de víctimas mortales y de sus perniciosas consecuencias para un orden constitucional que quedaría gravemente herido no se acordó nadie.
Después, gracias al inmortal Zapatero, llegaría la Ley de la Memoria Histórica, así como el muy simbólico derribo de la estatua de Franco que acompañaba en los Nuevos Ministerios a las arriba mencionadas de Prieto y Largo Caballero. El juicio histórico quedaba claro: el golpe de Estado de Franco en 1936 fue ilegítimo y digno de oprobio, mientras que el de los socialistas y los separatistas catalanes en 1934 fue legítimo y merecedor de homenaje.
Aunque pronto cumplirá ya una década, dicha ley sigue desplegando sus venenosos efectos. Pero no sólo en el marxista Madrid de Carmena, que es lo más fotogénico, sino también en la muy derechista ciudad de Santander, donde el PP ha puesto manos a la obra para barrer el callejero franquista de un plumazo. Bueno, en realidad de varios plumazos, para que les pase más desapercibido a unos votantes mayoritariamente desinteresados, cuando no opuestos.
Si bien la mencionada ley habla con enorme hipocresía de "espíritu de reconciliación y concordia", de "voluntad de reencuentro de los españoles", de honrar a "todos los que padecieron injusticias y agravios por unos u otros motivos políticos, ideológicos o religiosos", de "contribuir a cerrar heridas todavía abiertas" y de que "no es tarea del legislador implantar una determinada memoria colectiva", la realidad sobre su aplicación práctica demuestra que lo perseguido es exactamente lo contrario: odio, venganza, espíritu chekista, dos raseros de medir, maniqueísmo, falsedad, mala fe e intención de reescribir orwellianamente la historia con el objetivo de ganar la batalla de la imagen y la propaganda con un siglo de retraso. El que suscribe sabe bien de lo que habla, ya que ha formado parte durante algunos meses de la comisión consultiva organizada por el ayuntamiento santanderino para este menester, comisión de la que ha dimitido recientemente para no seguir soportando el asco.
No nos extrañemos ahora de tantas segundas transiciones, de tanta indignación con un régimen desaparecido hace cuarenta años, de tantos homenajes a sus enemigos reales o ficticios, de tantas ganas de poner patas arriba el actual régimen por considerarlo viciado de origen... Todo eso ha sido sembrado por la izquierda política, intelectual, cinematográfica y periodística durante cuarenta años ante la parálisis, cuando no con la complicidad, de la derecha. Ahora, lógicamente, estamos recogiendo los frutos.
Pero no se olvide que en el mismo saco va el cuestionamiento de una Monarquía que, efectivamente, no debe su existencia a una decisión popular expresada en las urnas, sino a la mayestática voluntad de don Francisco Franco Bahamonde (Generalísimo de los Ejércitos y Caudillo de España a perpetuidad, según decreto de S. M. el Rey Juan Carlos I, nº 3269/1975, de 5 de diciembre) como consecuencia de su victoria en aquella guerra cuyos efectos ahora algunos quieren anular con efectos retroactivos. Lo cual no deja de tener su gracia.
Jesus Lainz