Nada más tonto que un político de izquierdas
Yusef Basha
Desde hace bastante tiempo se está haciendo cada vez más habitual el escuchar expresiones del tipo “si tan de izquierdas eres, <<insertar tópico>>”. No me interesa debatir si el hecho de ser comunista y tener un smartphone de última generación es incongruente – bastaría con leer un poco a Marx para darse cuenta de lo absurdo de tal consideración. Tampoco me preocupa la cuestión de que mencionados reproches suelan producirse casi siempre en sentido de derecha a izquierda, y de hecho enseguida explicaré cómo esto tiene su lógica. Lo que sí me gustaría es generar un nuevo debate: ¿Hay realmente hipocresía en los comportamientos en aparente contradicción con las propias convicciones?
Comunistas con iPhone y médicos fumadores
El estereotipo en cuestión recuerda mucho al típico caso del médico fumador (o al aún más antiguo dicho de la casa del herrero). Es un hecho científico demostrado que fumar provoca de forma directa, favorece la aparición espontánea o agrava todo tipo de enfermedades. Un médico, por su formación, tiene conocimientos suficientes para hacer una recomendación en base a dichos datos y al correcto uso de la razón. Si tal médico, en su vida privada, deja a un lado la razón y los datos y decide fumar, siguiendo en este caso sus deseos más irracionales, ¿está siendo un hipócrita?
En otras palabras, ¿os imagináis a un médico diciéndole a su paciente “puesto que yo fumo, tengo que recomendarle a usted que fume también para así conservar la coherencia”?
Aquí aparece el primero de vuestros vicios que quiero tratar en este texto: La confusión entre gustos o deseos y opiniones o pensamientos. Los primeros no necesitan un motivo para aparecer. Son producto de los más bajos instintos. Los segundos, requieren de una base racional lógica y siempre necesitan ser argumentados.
Jamás querréis admitir que algo que os gusta es malo, de la misma manera que una persona maltratada por su pareja se niega a aceptar que su maltratador es un montón de mierda
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Un ejemplo clásico es el que surge a la hora de valorar una obra artística. Uno puede, por ejemplo, disfrutar de una película y sin embargo después analizarla y, mediante el conocimiento y la razón, argumentar que es una mala película. O, al contrario, se puede aborrecer una película y pensar, no obstante, que es buena.
He elegido este ejemplo arbitrariamente porque sé que es un caso muy concreto en el que os cuesta muchísimo diferenciar entre gustos y opiniones. Y los motivos para que esto suceda son irracionales. Jamás querréis admitir que algo que os gusta es malo, de la misma manera que una persona maltratada por su pareja se niega a aceptar que su maltratador es un montón de mierda.
La mentira de la coherencia como sinónimo de lealtad
Os resulta imposible admitir la posibilidad de que podáis estar equivocados. O más aún, de que aquél al que odiáis [irracional, gustos] pueda tener razón [racional, opiniones], cuando se trata de dos hechos totalmente independientes y, por tanto, compatibles.
Y es aquí donde llegamos al segundo de vuestros vicios: La confusión entre coherencia y lealtad.
Soléis pensar que alguien es coherente cuando es “fiel” a sus ideas. De hecho, admiráis bastante a quienes tienen convencimientos firmes y despreciáis a quien cambia de opinión con facilidad. Ahora, volvamos a la diferenciación anterior entre lo irracional y lo racional y es fácil ver que aquí se cumple de nuevo la misma dualidad.
No hay nada más racional y coherente que un cambio de opinión ante una nueva evidencia que tira por tierra la tesis anterior, nada más racional y coherente que admitir los propios errores y dar la razón al oponente cuando la tiene, nada más racional y coherente que equivocarse y rectificar, que contradecirse y admitirlo.
Efectivamente, la coherencia no puede ser otra cosa más que precisamente algo totalmente opuesto a la lealtad, cobijo ésta de la irracionalidad.
Y así, por fin llegamos al tercero de vuestros vicios que quiero tratar hoy, y el más importante de ellos: La confusión entre ideas y creencias.
La coherencia no puede ser otra cosa más que precisamente algo totalmente opuesto a la lealtad, cobijo ésta de la irracionalidad
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Los verdaderos hipócritas
Por todos los motivos planteados, es obvio que ser hipócrita no consiste en traicionar un pensamiento, pues los pensamientos no pueden ser traicionados. Los pensamientos, por muy brillantes que sean, son imperfectos, van y vienen, se transforman y se contradicen a menudo sin por ello dejar de ser relevantes. No en vano, ésa es la naturaleza propia de los pensamientos, de las ideas, en oposición a las creencias.
Las creencias, puesto que se creen perfectas e inalterables, son las que sí se pueden traicionar. Pero, ¿es traicionar una creencia un acto de hipocresía? ¿Es el apóstata un hipócrita? No lo creo. El acto de traicionar una creencia es, en muchos casos, una liberación, un abrazo al pensamiento racional por encima de la presión social y cultural. ¿Hay algo menos hipócrita que eso?
¿En qué consiste, pues, la hipocresía? La hipocresía consiste bien en hacer pasar creencias por pensamientos o bien en hacer pasar pensamientos por creencias.
Un ejemplo de lo segundo se podría extraer del caso del médico fumador mencionado anteriormente. En este caso, que alguien opine que fumar es malo a pesar de fumar él mismo no implica hipocresía en absoluto siempre que se mantenga la coherente separación entre deseo y razón, como ya he explicado. La hipocresía llega cuando la opinión se convierte en creencia, en dogma, y esa persona predica que el único camino posible es el de no fumar y desprecia a todo aquél que lo haga. Eso es un acto hipócrita de por sí, sin necesidad alguna de que el predicador sea fumador, pues está convirtiendo un pensamiento racional en creencia y desdeñando a quien no acata ese mismo dogma.
Ejemplos más naturales de esta tendencia, con los que uno se puede sentir más familiarizado, son los movimientos antirracistas, anti-maltrato animal o veganos, o todas las variantes del feminismo moderno (o
feminismo de falsa bandera), incluyendo esa impepinable memez a la que llaman “lenguaje inclusivo” o el más reciente movimiento sectario
#MeToo. En todos estos casos se han sustituido los debates intelectuales por juicios morales. Son ejemplos de hipocresía que toman una idea originalmente racional para tornarla en dogma intransigente y condenar al infierno a todo pérfido hereje que se atreva a desviarse de sus preceptos.
La hipocresía consiste bien en hacer pasar creencias por pensamientos o bien en hacer pasar pensamientos por creencias
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Un ejemplo de lo contrario, es decir, de convertir creencias en pensamientos, sería el de defender a una persona en una situación concreta, y condenar a otra persona en una situación análoga, por mera afinidad ideológica (probad a preguntar a cualquiera, sea del bando que sea, qué opinan de las detenciones de los Jordis, por un lado, y de Leopoldo López, por otro lado, y seguro que no os cuesta nada encontrar a algún verdadero hipócrita). En este caso interviene aquello también mencionado anteriormente de que resulta casi imposible admitir que aquél a quien odias pueda tener razón o que aquél a quien amas pueda estar equivocado. Por tener fe en el que defiende tu misma ideología, se intenta racionalizar su situación (“lo defiendo por estas razones objetivas”), pero cuando se da un caso similar en el que el afectado es de ideología dispar, el criterio cambia. Es decir, desde un principio se está juzgando en relación a las propias creencias (“el que es de los míos es bueno y el que es rival es malo”), pero se está haciendo pasar esa fe por razón. Eso es hipocresía.
Aunque probablemente a estas alturas ya nadie recordará que lo había prometido al comienzo (o le importará una mierda, o ambas cosas), ahora es cuando me toca explicar por qué las afirmaciones del tipo “si tan de izquierdas eres…” son más comunes que las equivalentes “si tan de derechas eres…”.
Esto sucede porque la derecha se basa en el conservadurismo de la fe. Tienen fe en el sistema imperante (en la actualidad, dicho sistema sería el capitalismo o eso a lo que llaman “democracia”) y tratan de racionalizarlo. Por eso acusan a los de izquierdas de ser hipócritas por no ser fieles a sus ideas, porque, como representantes de la fe, para ellos la lealtad lo es todo y la traición el mayor de los defectos.
En la izquierda ocurre lo contrario. La izquierda, en su concepto más puro ya prácticamente desaparecido, se inspira en la razón y es por ello que debería ser normal para alguien de izquierdas defender unas ideas racionales pero de vez en cuando hacer cosas motivadas sus por los propios deseos irracionales, o cambiar tales ideas, o incluso traicionarlas. Y no sólo no dejarían de ser de izquierdas por ello, sino que sería precisamente ahí, en la belleza de la transigencia – cualidad infravalorada donde las haya -, donde radicaría su coherencia.
La izquierda se ha metido en una espiral hipócrita de confusión conceptual, en la que ideas racionales convertidas en creencias tratan de racionalizarse de nuevo dando lugar a conceptos cada vez más aberrantes
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Sin embargo, tal coherencia ha desaparecido por completo para dar lugar a una izquierda totalmente atrapada en el primer caso de hipocresía que describía. Y que, una vez convertidas en creencias todas las ideas racionales en las que una vez se asentó, ha llegado a un punto en el que también ha empezado a caer muy a menudo en el segundo tipo. La izquierda se ha metido en una espiral hipócrita de confusión conceptual representada por los tres vicios ya mencionados, en la que ideas racionales convertidas en creencias tratan de racionalizarse de nuevo dando lugar a conceptos cada vez más aberrantes.
La izquierda perdió la razón
Ser de izquierdas no consiste en formar una fe [irracional] y mantenerse fiel a ella [irracional] despreciando al integrante del pueblo cuya opinión no comulgue con el dogma [irracional].
Ser de izquierdas, en teoría, consiste en proponer una serie de ideas fundamentadas en el análisis y en la razón [racional], mantenerse abierto al debate y a la modificación de dichas ideas [racional] y siempre apoyando al pueblo sometido sin importar las ideas que éstos defiendan [racional].
¿En cuál de las anteriores categorías enmarcaríais a la izquierda actual? En efecto, la izquierda hace tiempo que perdió la razón.
La izquierda ha abandonado todo atisbo de racionalidad para centrarse en hacer juicios morales. Ya no acusa a la derecha de ser irracional, sino de ser malvada. Ha abdicado de su papel de abanderado de la razón para convertirse en abanderado de la pureza espiritual, papel que otrora perteneció a la Iglesia.
La izquierda moderna se empeña en insistir en el comunitarismo, en la necesidad de permanecer juntos, en el “unidos podemos”. Pero juntos es imposible avanzar. Con la homogeneidad ideológica sólo se puede ser una masa que actúa desde la fe. Y es que el comunitarismo es otro concepto en eterno matrimonio con la religión – en el mundo contemporáneo, no se me ocurre mejor ejemplo de pueblo unido que el pueblo musulmán.
La izquierda ya no acusa a la derecha de ser irracional, sino de ser malvada. Ha abdicado de su papel de abanderado de la razón para convertirse en abanderado de la pureza espiritual, papel que otrora perteneció a la Iglesia
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Permanecer unidos sólo sirve para mantenerse en la misma situación, para ser conservador. El progreso se consigue discrepando, debatiendo, oponiéndose al pensamiento único. Una sociedad sólo puede avanzar en su conjunto si cada uno de los que la componen avanza independientemente, conservando su pensamiento individual.
La izquierda ya no es más que un cúmulo de ideologías sectarias firmes e inalterables, las cuales nadie osa cuestionar. La izquierda ya no lucha, por tanto, por proteger a la clase trabajadora, sino por proteger a su dogma ante todo aquél que lo cuestione. Es decir, ante el que tenga una opinión distinta. Ya no debería sorprender que, de nuevo, entremos en terreno tradicionalmente reservado para la Iglesia.
Obreros de derechas y políticos de izquierdas
No hay mejor prueba de todo lo expuesto anteriormente que precisamente la que se ha convertido en la reacción más habitual al “si tan de izquierdas eres…”, que, lejos de ser una reacción de defensa de la racionalidad de la ausencia de dogmas, es una reacción de sentimiento de ofensa y de contraataque con un abyecto “no hay nada más tonto que un obrero de derechas”.
La izquierda debería comprender y respetar que los ciudadanos de clase humilde traten de adaptarse al entorno que se les ha impuesto y ser lo más felices que puedan en él, puesto que no conocen otra cosa. Para alguien que no está acomodado, no hay mayor felicidad que dicha comodidad. Y, si la alcanzan, lo normal es que quieran conservarla y elegir al que promete hacerlo por encima de a aquél que promete muchos cambios a los que no puede evitar mirar con recelo. Y más aún si ese que propone cambios insiste en decirles que no son felices, cuando ellos no lo sienten así. ¿Cómo no desconfiar del que quiere hacerte infeliz? El obrero de derechas no es traidor a ninguna fe. No es enemigo de nadie.
Y, de hecho, si entramos en ese juego de falacias, el equivalente a un obrero de derechas es un político de izquierdas. Tan tonto sería el uno como el otro. El suponer que toda idea existente es parte de un dogma haría que uno tuviera que tener por cojones las ideas que correspondan a su propia clase: un obrero sólo puede ser de izquierdas y alguien de izquierdas sólo puede ser obrero; un miembro de la clase gobernante sólo puede ser de derechas y alguien de derechas sólo puede pertenecer a la clase gobernante.
Uno de los grandes problemas derivados de esto es la incapacidad para distinguir un problema social de uno político o ideológico y, por extensión, la esquizofrenia derivada de ello a la hora de defender al pueblo ante abusos. Así, un buen caso de hipocresía en el que ideas se convierten en creencias es el del que dice ser de izquierdas y, sin embargo, defiende a políticos por encima de a los pueblos a los que éstos someten, sólo porque el político en cuestión dice ser de izquierdas y el pueblo sometido rechaza tal ideología. Claros ejemplos de esto son Castro, la dupla Chávez-Maduro o, más recientemente, la banda de políticos nacionalistas catalanes que quieren imponer la creación de su españita pasando por encima del individuo humilde mediante la manipulación y alienación de toda una región.
El obrero de derechas debería ser mucho más valioso para la izquierda que el político de izquierdas. A la izquierda no le interesa la ideología de aquél a quien defiende, sino sólo su condición social. Y esto es fundamental.
La izquierda tiene que olvidarse de una puta vez de guerras ideológicas. No hay más lucha que la lucha de clases, la cual no tiene nada que ver con ideologías.Toda lucha ideológica es una lucha religiosa
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La izquierda tiene que olvidarse de una puta vez de guerras ideológicas. No hay más lucha que la lucha de clases, la cual no tiene absolutamente nada que ver con ideologías.
Toda lucha ideológica es una lucha religiosa, pues sólo las creencias pueden enfrentarse entre ellas. Las ideas, a diferencia de las creencias, no se ofenden, ni se traicionan, ni se imponen, ni se oponen unas a otras. Las ideas se cuestionan, se complementan, se combinan y se transforman dando lugar a nuevas ideas que seguirán fluyendo libremente.
¡Dejad en paz a las ideas con sus contradicciones! Si tenéis que destruir algo, que sea a las creencias. Ésas son las verdaderas hipócritas: mentiras que se hacen pasar por verdades.
P.D. No puedo terminar sin añadir un brillante párrafo del artículo
Transgresores y Ofendidos, de Rafael Sánchez Ferlosio, que sin duda ayuda a dar cohesión al texto:
“Si recurrimos a la dualidad de Ortega: “ideas” y “creencias”, la diferencia más inmediatamente visible es la sintomática: las creencias exigen -o necesitan- ser respetadas, las ideas no. También parece claro que en cuanto las ideas se pusiesen a exigir respeto se cortaría la conversación y cesaría el conocimiento. Tal vez no sería temerario imaginar que el día en que “las creencias en sí mismas” -si es que se puede hablar así, que no creo que se pueda- viesen que empezaban a ser tratadas sin respeto, lejos de ofenderse, se sentirían muy honradas, liberadas por fin de la amordazadora incondicionalidad de los creyentes, cuyo respeto es como cantar de corrido sus palabras, como puros flatus uocis, sin prestar oído a significación alguna.”