Los fusilamientos de Paracuellos, el crimen de los republicanos en la Guerra Civil
El historiador británico Julius Ruiz analizó en «Paracuellos. Una verdad incómoda» (Espasa, 2015) las matanzas, uno de los acontecimientos más polémicos de la contienda
Silvia Nieto
@snieto91Seguir
MadridActualizado:11/01/2019 11:58h
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El estudio de las matanzas perpetradas por republicanos en el Madrid de la Guerra Civil ha estado teñido, durante años, de controversia. Para algunos, la investigación de esos hechos lleva implícita una defensa del golpe militar del 18 de julio o de la dictadura de Franco, cuando no una disculpa a la violenta represión acometida por el «bando nacional». Dejando atrás ese temor, el historiador británico
Julius Ruiz aporta en «Paracuellos. Una verdad incómoda» (Espasa, 2015) un relato equilibrado de los crímenes, repasando las disputas historiográficas que estudiosos de izquierda y derecha han mantenido estas últimas décadas. Ambos, como analiza en su trabajo, solo han sido capaces de ponerse de acuerdo en un punto que, además, es erróneo: que los asesinatos fueron incitados por los soviéticos, en concreto por los miembros de la policía secreta comunista, la
NKVD, que pululaban por Madrid.
La intervención extranjera como causa de los crímenes fue popularizada por
Ernesto Giménez Caballero, uno de los miembros de la corte literaria de la Falange, y próximo, aunque sus más y sus menos, a José Antonio Primo de Rivera. «Para él -cuenta Ruiz-, la idea de que Paracuellos fuese obra de extranjeros tenía toda la lógica del mundo, pues no le cuadraba con el
carácter hispánico».
El escritor sacaba esa conclusión por las comparaciones que hacía con la matanza de Katyn. Allí, en ese bosque, en la primavera de 1940, 22.000 polacos asesinados por los comunistas habían sido enterrados tras recibir un tiro en la nuca. En abril de 1943, tres años después, Giménez Caballero presenció, como reportero de ABC, la apertura de las fosas. Luego, en un libro titulado «La matanza de Katyn (Visión sobre Rusia)», y que Ruiz cita en su obra, afirmó: «Un español, por cruel que sea,
jamás es sádico y técnico en su crueldad. Pues si el español está poco dotado para la Técnica en general -en matemática, en ingeniería, en mecánica-, sería absurdo que lo estuviese para el asesinato científico». Así, deducía, fueron hombres de un país distinto los que alentaron los crímenes.
Desmintiendo a Gimenéz Caballero y a muchos estudiosos posteriores, Ruiz sostiene que los organizadores de las matanzas no necesitaron asesoramiento de fuera para llevarlas a cabo. Según el historiador, el
Comité Provincial de Investigación Pública (CPIP), una «organización revolucionaria» creada en agosto de 1936, fue el responsable de los «más de ocho mil asesinatos extrajudiciales» que se produjeron en la capital; muchos, además, se cometieron «antes de la llegada de los agentes de la NKVD a la España republicana». Un joven llamado
Santiago Carrillo, dirigente de las Juventudes Socialistas Unificadas y consejero de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid, a las riendas de la capital tras la huida del Gobierno a Valencia, «facilitó el necesario apoyo logístico y político» para los crímenes.
El «timón»
El papel de Carrillo en las matanzas comenzó a acaparar interés en las postrimerías del franquismo y al inicio de la Transición. Ruiz recuerda que, en febrero de 1975,
Luis Emilio Calvo-Sotelo, hijo del político asesinado días antes del estallido de la Guerra Civil, se «burló» del «aristócrata
José Luis de Vilallonga» por participar en la Junta Democrática, una organización opositora creada en julio de 1974 donde intervenían los comunistas: «[Carrillo] asumió personalmente el "timón" de la "operación Paracuellos"», recordó Calvo-Sotelo entonces.
Tiempo después, en enero de 1977, cuando solo quedaban cuatro meses para la legalización del Partido Comunista de España, y cuando las críticas contra Carrillo y su participación en Paracuellos arreciaban, ABC publicó un reportaje sobre la peripecia de
Ricardo Rambal, un abogado de 55 años que sobrevivió a uno de los fusilamientos, el del 28 de noviembre de 1936: «Hacía frío -recordaba en este periódico-, pero, créame, no lo notábamos. Llevábamos la ropa interior y el mono de la prisión, nada más, pero no notábamos el frío.
El miedo era la sensación más fuerte, no había lugar para sentir nada más».
A principios de los noventa, y también en las páginas de ABC,
Carlos Semprún Maura, que ejercía como contrapunto mordaz del brillante escritor Jorge Semprún, su hermano mayor, continuaba la polémica y reaccionaba a la publicación de las «Memorias» (Planeta, 1993) de Carrillo. El libro, explicaba en un artículo de abril de 1994, se merecía ser triplemente galardonado con «el Nobel, el Cervantes y el Nadal de la mentira», ya que el político comunista obviaba que había ordenado «la matanza de Paracuellos» -punto que Ruiz desmiente, sí culpándole de conocer y contribuir a los crímenes- y guardaba silencio sobre su «sendero luminoso de asesinatos, mentiras y traiciones».
Lo cierto es que
Carlos Semprún, que había militado en el PCE, conocía bien a Carrillo, y, en ese texto, aprovechaba para recordar algunas de las vivencias que habían compartido años atrás. La primera, en Budapest, en el año 1949, cuando el comunista arengó a un grupo de jóvenes para que emprendieran la «lucha armada» contra el franquismo: «No podía elegir, no podía saber -les decía, presentándose como «
bolchevique indómito»- quiénes íbamos a morir en la gesta heroica y quiénes íbamos a sobrevivir».
«Éramos "simpatizantes", futuros
tontos útiles», se lamentaba Semprún, que también contaba cómo años después, en 1952, el partido «requisó» una casa de su familia en las afueras de París, donde los líderes de la formación -Carrillo incluido, lógicamente- se habituaron a celebrar sus reuniones. Lo que escuchó allí le dejó atónito, quizá por el acento poco épico en el que trasncurrían las charlas: los camaradas calificaban de «vieja puta» a
Dolores Ibárruri, «la Pasionaria»; su pareja,
Francisco Antón, era «su chulo Paco».
«Lo más horrible»
El afán por aclarar las matanzas de Paracuellos llegó a crear situaciones sorprendentes. Ruiz cuenta cómo, a principios de los ochenta, la editorial Argos Vergara publicó dos libros que narraban los crímenes de Paracuellos desde perspectivas encontradas: el del hispanista británico
Ian Gibson, titulado «Paracuellos: cómo fue», y el del historiador español
Carlos Fernández Santader, llamado «Paracuellos: ¿Carrillo culpable?». La presentación, celebrada en Madrid el 14 de febrero de 1983, corrió a cargo de la periodista Pilar Urbano, y contó, entre los asistentes, con los investigadores, los descendientes de las víctimas de las matanzas y con
Enrique Líster, el famoso general comunista que había combatido en la Guerra Civil. Ruiz, citando el reportaje que ABC hizo del evento, y publicado al día siguiente, describe el caos que se desató en el Club Internacional de Prensa, donde tenía lugar el acto.
Según
Alfredo Semprún,
autor de la crónica, allí se congregó «la rabia de las dos Españas». La intervención de Enrique Líster, que habló sobre «lo que ocurría en el frente de Madrid en aquellas fechas», en referencia a la Guerra Civil, fueron acalladas por los descendientes de las víctimas, que protestaron. «Pilar Urbano -se leía en ABC- se veía obligada a recalcar que junto a Paracuellos también habían existido Badajoz, Guernica y Granada». Así, la periodista citaba los
crímenes del bando franquista durante la contienda: en agosto de 1936, unos 2.000 milicianos habían sido asesinados en la plaza de toros de la ciudad extremeña, y, en abril de 1937, los bombardeos habían borrado del mapa a la localidad vasca. Por su parte, Fernández Santander y Gibson discutieron, y Urbano abroncó a ambos, acusándoles de «frívolos» y de «ahondar heridas», y calificando su trabajo de «insensatez». Al final, Rafael Vela, un superviviente del conflicto, zanjó el escándalo con una frase de la que se hace eco Ruiz en su libro: «Es
lo más horrible que nos pudo pasar».
Una clase de víctimas
Junto a los caídos y dando la espalda a los verdugos, el historiador británico termina su libro con una reflexión que vale la pena reproducir. Ruiz lamenta que las víctimas de la
represión franquista fueran «estigmatizadas» y que todavía busquen a sus familiares, ya que «no pudieron averiguar qué había pasado con sus parientes y allegados ni siquiera una vez terminada la Guerra Civil». Y luego, con gran lucidez, y tras recordar la dignidad de los por mucho tiempo olvidados, concluye: «Pero, pese a todo, poco alivio para el dolor emocional sentido por quienes perdieron a sus familiares en las sacas de Madrid fue el hecho de que el suyo terminara siendo el bando vencedor en 1939. Tratar de minimizarlo equivale a defender la existencia de
dos clases distintas de víctimas».
Mejor, como
Melchor Rodríguez, salvar a seres humanos, con independencia del
color de su ideología.