"No es un hombre más que otro si no hace más que otro". La frase de
Cervantesque a Su Majestad le gusta citar cobró anoche inusitada actualidad. Consciente de que afrontaba el discurso más importante de su reinado, y el más decisivo de todos los pronunciados por la Corona desde el 23-F, Felipe VI decidió anoche dirigirse a la Nación para cumplir con
la función de arbitraje que le asigna la Constitución. El mensaje que los españoles necesitaban, y que quizá esperaban de sus representantes políticos, lo recibieron del Jefe del Estado con una claridad diamantina, con una fuerza muy alejada de todo frío protocolo.
La gravedad de la ocasión exigía calor y compromiso. Los españoles contemplan alarmados la gravísima deriva de una insurrección que amenaza con quebrar no solo la integridad territorial de España, sino también la vigencia de la democracia restaurada en 1978. Esperaban que el Rey se pronunciara, y el Rey respondió a la altura del desafío que todos afrontamos. El histórico discurso
evitó subterfugios y fáciles apelaciones al diálogo. Identificó pronto a los culpables de "una deslealtad inadmisible": unos dirigentes autonómicos que ya no pueden ser tenidos por demócratas, a los que acusó de haber "socavado, dividido, fracturado y enfrentado" a la sociedad catalana con su contumaz e "inaceptable intento de apropiación".
El Rey emplazó "a los poderes legítimos del Estado" a asegurar el orden constitucional por todas las vías legales a su alcance. Es decir: allanó el camino a los partidos constitucionalistas -y en especial al presidente Rajoy- para que anuncien hoy mismo las medidas necesarias que devuelvan el imperio de la ley a Cataluña.
No existe la paz ni la libertad fuera de la ley, recordó Don Felipe.
Y Cataluña se encuentra en estos momentos al margen del Derecho. Los españoles recuerdan bien la última vez que un puñado de iluminados, imbuidos de una legitimidad alternativa que sentían como misión histórica, suspendieron por la vía de la fuerza el normal desenvolvimiento de la democracia parlamentaria. Ocurrió un 23 de febrero de 1981. Sus responsables fracasaron, fueron juzgados y cumplieron duras penas.
Quienes hoy acaudillan la sedición catalana no visten de uniforme -o no todos-, pero han observado una disciplina militar para imponer su proyecto autoritario a toda la sociedad, desobedeciendo a los tribunales, laminando los derechos políticos de la oposición y finalmente
confiando al control jacobino de la calle el éxito de su revolución. Su estrategia no adolece de la improvisación chapucera de Tejero; por el contrario, ha sido minuciosamente planificada durante los últimos años, ante la pasividad incrédula del Gobierno central, involucrando en su despliegue totalitario a partidos políticos, organizaciones sociales, medios de comunicación y familias adictas, que no han vacilado en usar a niños adoctrinados
en las escuelas de la hispanofobia como escudos humanos, colocándolos en primera línea de defensa contra los agentes encargados de abortar un referéndum ilegal.
Asistimos por tanto a la eclosión, en el interior del Estado, de un régimen largamente incubado, que no es ni puede ser democrático, que no se ajusta ni siquiera a sus propia legislación ad hoc, que sólo se nutre del combustible de la emoción y la gasolina de la mentira. Al aspaventoso relato de una represión pretendidamente insufrible -falacia que lograron colocar en medios internacionales y hasta en los comunicados de remotos burócratas-, le sucedieron ayer los escraches, piquetes y acosos selectivos que caracterizaron una huelga política como la de ayer, con la que el separatismo trató de consumar el desborde del Estado mediante hechos de fuerza. Objetivos predilectos: las sedes de los partidos de la oposición y los hoteles donde se alojan policías y guardias civiles.
Solo el nacionalismo es capaz de combinar el victimismo y el matonismo con semejante fluidez. Pero lo verdaderamente dramático no es eso, sino que un partido de gobierno como el PSOE de Sánchez compre semejante mercancía populista y proponga la reprobación de la vicepresidenta del Gobierno, rompiendo así la unidad del bloque constitucionalista en el momento más crítico de la ofensiva golpista. Y todo por satisfacer la ambición de su secretario general, del que esperamos tome buena nota del encargo de Su Majestad.
Los votantes socialistas también estiman la unidad de España. No es hora de caducos llamamientos a la negociación, sino de volver a encarrilar Cataluña en raíles democráticos.
Pero Sánchez puede permitirse equivocarse. Quien no puede fallar, por su posición y su juramento de proteger los derechos violados en Cataluña, es Rajoy.
Ayer le pedimos que aplicara el artículo 155 para acabar con la impune rebelión de Puigdemont y sus socios. Esa urgencia se vuelve hoy más imperiosa. El mensaje del Rey le emplaza a ello.
El golpe del 23-F fracasó en buena medida por la intervención inequívoca y oportuna del rey Juan Carlos I.
Deseamos que el mismo efecto produzca el histórico discurso de su hijo. Que se negó a contemporizar y unió el destino de su reinado a la fe en la victoria del Estado de Derecho. Que llevó esperanza a los catalanes oprimidos. Que les recordó que no están solos. Que formuló una promesa con visos de mandato: "Lo superaremos".