2018-12-05
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Santiago Abascal, rodeado de simpatizantes de Vox | EFE
Un día habrá que hablar de la literatura de las irrupciones. Porque es ya un hábito que a la aparición de un nuevo partido se reaccione no con el ánimo de entender el fenómeno, sino con un chorro de (por lo general, mala) literatura. Cuando irrumpió Podemos, en las europeas de 2014, el chorro fue encomiástico. Ay, aquellos profesde Políticas, qué listos eran. Y su llegada a la arena política expresaba, por supuesto, la justa y santa indignación de los españoles con los políticos, con la corrupción y con la crisis. Ahora, con la entrada de Vox en el Parlamento andaluz, en lugar de chorro hay un chorreo.
Si uno lee la literatura alarmista, y es inevitable porque está por todas partes, se imagina que ahora mismo hay bandas de camisas pardas alborotando las ciudades andaluzas, incendiando cosas y amenazando a los vecinos de los barrios que votan a la izquierda. Y que, pronto, esos cafres estarán por toda España. La realidad, sin embargo, es que las pandillas que han salido a las calles en Andalucía fueron convocadas por Podemos e Izquierda Unida para amenazar a los que votaron a Vox. La realidad es que, fuera del ámbito andaluz, las acciones políticas coactivas y violentas más frecuentes son las de separatistas catalanes contra catalanes no separatistas. Y las que siguen protagonizando los herederos de ETA en el País Vasco: acaban de darle una paliza a un estudiante en Vitoria. Pero nada de esto es tan grave como lo de Vox porque los partidos que fomentan o consienten aquellos actos son perfectamente constitucionales. Desde ERC hasta Bildu, pasando por los de Quim Torra. Todos, Podemos el que más, son constitucionalistas sin tacha, según el PSOE.
La peligrosa payasada de la alerta antifascista que han hecho sonar los que no esperaban tal varapalo en las elecciones andaluzas testimonia la voluntad, no sólo de tapar el fracaso, sino de abrir un ciclo de histeria política y mediática –uno más– que recuerda al que hubo después de la victoria de Trump en los Estados Unidos. Por cierto: a Trump se le endosó la etiqueta fascista. Y también: la histeria no desanimó, sino que reafirmó a sus votantes. Pero sería ingenuo pensar que los que ponen en marcha los ciclos histéricos quieren convencer al votante equivocado de que reconsidere su opción. Pretenden, más bien, reafirmar a sus propios votantes y reenganchar a los que perdieron instalando la batalla política en la lucha del Bien contra el Mal. El universo maniqueo de siempre. De modo que el pronóstico es que va a haber histeria para rato con Vox. Y que eso le irá bien a Vox.
A Vox le irá bien porque una de sus vías de crecimiento la han abierto los que han ido cegando, histéricamente, las posibilidades de expresión e influencia ideológicas de los conservadores en España. Vox lleva, en lo económico, un programa de corte liberal, pero en materia de valores sus propuestas son conservadoras. En eso se diferencia en grados del PP, aunque no sólo. Hay que recordar que Vox es una escisión del PP cuyo motivo más decisivo radica en el abandono de principios o esencias que, en otro tiempo, encarnaba el gran partido del centroderecha español. Así se percibe, al menos, y eso es lo que cuenta. Pero hay más. Porque Vox, en donde muchos ven tics y tonos autoritarios, representa paradójicamente la rebelión contra un autoritarismo: el de la corrección política. Es un autoritarismo que no se reconoce como tal pero lo es. Impone en la vida pública y en la privada una serie de creencias y valores y, lo que es más relevante en nuestro caso, proscribe absolutamente otros. Creo que fue Mark Lilla, que no es un conservador, quien hace años escribió que aquellas imposiciones, entonces circunscritas a las universidades norteamericanas, eran una forma de "totalitarismo blando".
En España, la corrección política tiene sus prescripciones y prohibiciones específicas. No son de ahora. En esas tablas del bien y del mal, ser de derechas o conservador es un estigma. Lo es desde la Transición. Ser español es un pecado. O un defecto. O una vergüenza. Para la izquierda existente, insistir en la españolidad –o en la Hispanidad– es síntoma claro de derechismo y nostalgia franquista. (Lo siento por la gente de izquierdas que ha intentado y aún intenta construir un partido de izquierdas libre de ese complejo, pero es lo que hay). A esas manchas o impurezas se han añadido otras. Hoy, no estar con el feminismo radical es un crimen. Y plantear que se frene la inmigración irregular es fascista, cuando no nazi. ¿Cómo extrañarse de que crezca un partido como Vox, que hace gala de combatir los dictados del pensamiento correcto, de decir lo que muchos piensan pero no se atrevían a decir?
Sólo queda constatar que, al cabo del tiempo, se está cumpliendo aquel deseo que formuló Rajoy agriamente en el Congreso de Valencia hace diez años. Los liberales ya tienen otro partido al que irse (Ciudadanos) y los conservadores o liberalconservadores acaban de encontrar otro: Vox.