Perdona, pero es sorprendente y escandaloso, y encima se suele afirmar, que ya dentro del siglo XXI una gran parte de la población mundial viva en condiciones de pobreza, es decir, que muchos seres humanos no tengan acceso a los bienes básicos que aseguren su subsistencia: alimentos, vestidos y vivienda. Aunque existen diferentes criterios, siempre relativos, a la hora de definir la pobreza, las cifras que se suelen manejar son realmente demoledoras. El último informe del Banco Mundial calcula que casi 1.200 millones de personas viven actualmente con una renta máxima de un dólar diario, lo que supone que cerca de la cuarta parte de la humanidad se encuentra en una situación de extrema pobreza, sin poder cubrir siquiera sus necesidades nutritivas. El mismo informe estima que, si pobreza es tener hambre, carecer de cobijo y ropa, estar enfermo y no ser atendido, y ser iletrado y no recibir formación, el 46 por ciento de la población mundial padecería estas condiciones ya que 2.800 millones de personas viven con menos de dos dólares diarios.
En este sentido, la economía de mercado ha sido la única capaz de liberar al hombre de la esclavitud que representa la lucha permanente por la supervivencia, una situación que se produce todavía en muchas zonas del planeta, pero que, y esto es lo que se suele olvidar, estaba totalmente extendida hace 200 años. El camino hacia la libertad tiene seguramente un recorrido infinito, pero no existe ninguna duda de que el primer paso es liberarse de la miseria, ya que el mayor sometimiento es el que imponen las necesidades materiales más primarias.
Su primer dogma fue que el desarrollo capitalista traería un inevitable empobrecimiento de los trabajadores, es decir, haría más ricos a los ricos y todavía más pobres a los pobres, pero cuando la realidad ha terminando refutando esta predicción, se insiste en nuevos disparates que todavía siguen teniendo gran aceptación. Se asegura que el crecimiento económico capitalista conlleva un aumento de las desigualdades entre las rentas dentro de un país, y cuando también los hechos desmienten esta afirmación, se incide en que la pobreza del Tercer Mundo es consecuencia de la riqueza que disfrutan otros países. Como los despropósitos suelen ir encadenados, el más reciente, que a buen seguro no será el último, es que la llamada globalización favorece a los países desarrollados y perjudica a los pobres.
Vayamos por partes. Si fuera verdad, como la izquierda afirma desde hace siglo y medio, que las diferencias aumentan a la par que el desarrollo económico, la brecha tendría que ser ahora abismal, casi infinita, algo que no confirma la visión más superficial. La realidad es precisamente la contraria y otra observación de sentido común bastaría para demostrarlo. En cualquier época anterior, en el siglo XVII o en la Edad Media, por ejemplo, sí que había una diferencia infinita entre las rentas patrimoniales, casi nunca de trabajo, que disfrutaban unos pocos y los ingresos negativos del resto, que no alcanzaban ni siquiera el nivel de subsistencia. Era en realidad la diferencia entre la vida opulenta y la condena a muerte.
No serían necesarios análisis más profundos para confirmar esta obviedad, pero existen numerosos estudios. Se trata de saber si el desarrollo económico mejora la distribución de las rentas personales, si se produce, dicho con otras palabras, una convergencia real dentro de un determinado país, o si, por el contrario, la desigualdad es mayor aunque los pobres lo sean cada vez menos, ya que los ricos mejoran su situación en mucha mayor proporción y rapidez.