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El juego de los brokers: Una historia de venganza y trampa en el mundo del trading

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El juego de los brokers: Una historia de venganza y trampa en el mundo del trading
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El juego de los brokers: Capítulo 36: El vacío entre la entrada y el stop

 
Al tercer día, no pudo dormir.
 No por el ruido del mercado —ése ya lo había hecho insomne durante meses—.
 Era otra cosa. 

Era el silencio.
Ese silencio quirúrgico que impregnaba la oficina donde ahora pasaba las tardes.
Donde nadie celebraba.
Donde nadie maldecía.
Donde las pérdidas no se lloraban.
Y las ganancias no se mencionaban. 

Ese silencio pesaba. 

Porque allí, cada entrada era una hipótesis fría.
Y cada stop, una confirmación estadística.
Nada más. 

Pero para Marcos, aún no era así. 

Él lo sentía.
 Sentía el pulso de cada operación.
 Sentía la angustia cuando el precio se acercaba al nivel crítico.
 Sentía la euforia reprimida cuando el trade se movía a favor.
 Y sentía, sobre todo, la necesidad de tener razón

Y ahí estaba el problema. 

Un martes cualquiera, uno de los traders lanzó una entrada en euro/dólar.
 Una posición pesada. Silenciosa. Sin anuncios.
 Solo apareció en su pantalla, ejecutada con naturalidad quirúrgica. 

Cinco minutos después, el precio revirtió violentamente.
 Stop. Pérdida considerable. 

El operador no pestañeó.
 Cerró el gráfico. Abrió otro. Tomó un sorbo de café. 

—¿No te molesta? —preguntó Marcos, incapaz de contenerse. 

El hombre levantó la vista y respondió con una frase que lo taladró: 

—¿Te molesta cuando una moneda sale cruz?
Y siguió trabajando. Marcos se quedó clavado.
 Porque entendió que ese hombre no estaba muerto por dentro.
 Estaba entrenado. Había pasado años desmontando el ego, pieza a pieza, hasta que su operativa se convirtió en una simple gestión de escenarios.
Sin apego.
Sin necesidad de tener razón.
Solo intención. Y salida. Esa noche, Marcos escribió en su libreta: 
“Quiero operar como ellos. Pero aún quiero tener razón.

Y eso me hace débil.”
Fue la primera vez que se vio con claridad. Hasta entonces, su identidad estaba ligada a su capacidad de “leer el mercado”, de “acertar”, de “anticiparse”.
 Pero aquí, eso no servía. Aquí, acertar no era el objetivo.
 Sobrevivir era el objetivo. Y para eso, debía renunciar al orgullo, al placer de adivinar, al deseo de tener razón. Debía aprender a entrar, a ajustar, a salir.
Sin mirar atrás.
Sin hacerse preguntas.
Sin buscar aprobación. El desapego no era frialdad.
Era precisión emocional. Y esa batalla no se libraba en las pantallas.
Se libraba dentro de él. 

Continuará...