Vamos con un pequeño cambio de tercio. Clasificación de los clientes de un supermercado. La fuente es el libro titulado "te dejo es jódete", la autora, la "señorita Puri" vamos a ello:
El moneditas: Este grupo está monopolizado por los ancianos. Nunca llevan billetes ni tarjetas de crédito, por motivos que nadie ha logrado descifrar. Me consta que un científico de la universidad de Stanford también se puso a investigar sobre ello y después de once años se acabó suicidando.
Por lo general, el cliente Moneditas aparece con la compra del mes, espera a que pases todos los productos por el escáner y al final, cuando está impreso el tique, abre su monedero y empieza a sacar monedas a dos por hora con el dedito pulgar y el índice, como si estuviera enhebrando una aguja o haciendo la sombra chinesca de un conejo. Después de quince minutos ha perdido la cuenta ocho veces y te ha preguntado otras ocho si esta moneda es de cinco céntimos o de un euro.
Tú miras el reloj de la pared y ves las agujas dando vueltas a toda velocidad. Notas cómo te van creciendo los pelos de las piernas, se te llena la cara de arrugas y se te van descolgando las tetas.
Cuando apenas les quedan tres monedas por contar te sueltan la frase:
—Ay, pues creo que no me llega. —Naturalmente, se refiere a que no le llega el riego sanguíneo a la cabeza.
Descartan una tonelada de comida, que oportunamente dejan junto a tu caja para que vaya fermentando, y al final se quedan con un brik de leche. Esto se repite unas setecientas veces a primeros de mes.
El del móvil. El indeciso que prefiere llamar a su casa sesenta veces antes que aparecer allí con el producto equivocado.
—Amor, dice la señorita —«la señorita» soy yo—, que la oferta del pack de yogures no está a uno con noventa y cinco, que terminó ayer y hoy están a dos euros y cinco céntimos. ¿Qué hago?
Hombre, pues de entrada deja de gastar en teléfono, que te esta costando más la llamada que lo que te ahorras, cacho carne.
El raro. Hay clientes que aunque hagan cosas normales, estas no suelen ser muy normales. Me explico. Pagar un lápiz de sesenta y cinco céntimos con tarjeta de crédito, no es normal. Que lo hagas todas las semanas, menos aún. Comprar una planta y preguntar cuánto te descontamos si quitas la maceta, y, aunque te diga que no te descuento nada, la quitas y me llenas aquello de tierra, tampoco. O comprarte una manzana, pagar, e inmediatamente pedir que anulen la compra y regresar con una sandía. O, el raro y encima tacaño, que se lleva treinta briks de leche de la marca más cara (amén de una lujosa compra) y, aparte, mete dos briks de la más barata, cutre y de oferta, para endosársela a la asistenta —porque te dan explicaciones, como justificándose—. A mí esto último me pone de mala leche, la verdad. Y mira, hasta puede que el origen de la expresión vaya por ahí.
El gilipollas. El apelativo puede ser un poco drástico, lo reconozco, pero los términos «soberbio», «engreído» o «ególatra» son demasiado suaves, creedme. Este sujeto se cree el sultán de Brunei y tú, su criada, capaz de hacer y deshacer a su antojo. Se subdivide en dos especimenes: El machista y La señora de.
El machista nunca te da los buenos días, no te mira a la cara y mira continuamente el reloj. Se pone a resoplar como un caballo, como si tuviese mucha prisa y tú fueses la lenta que le está arruinando su apretada agenda. Yo, por joder, lo hago todo más lento, of course. Te ordena que metas su compra en la bolsa de plástico, lo cual suelo hacer si no tengo mucho lío pero con este tipo de sujetos me niego. Que se la meta su madre la meretriz.
En ese momento El machista se sale de sus casillas y yo llamo al vigilante, que trata de templar gaitas o, si el tema se va de madre, lo saca del súper. Es un toma y daca bastante efectivo.
La señora de gusta de acompañar a su preciosa hija y aconsejarla en seguir una recta actitud en la vida, declamando locuciones aleccionadoras como:
—Mira, hija, ¿ves como debes estudiar? Mira a la señora que nos está cobrando, lo que le pasó por no estudiar. ¿No querrás ser una cajera, a que no? —La madre me mira fijamente y encima tiene los ovarios de lanzarme una sonrisa forzada y falsa.
Yo si fuese Obélix y pudiese levantar la caja registradora con las dos manos se la reventaba en la cabeza. De hecho creo que las hacen de hierro macizo precisamente para evitar que en un ataque de ira hagamos este tipo de locuras. Por suerte, el cliente Gilipollas no prolifera demasiado.
El del segundín. A este no lo ves llegar. Saluda y sonríe, es amable y encantador. Parece que lo tiene todo bajo control. Saca una cartera rebosante de tarjetas de crédito y billetes con seguridad y firmeza. Coloca la compra ordenadamente sobre la cinta y, en el preciso instante en que tú vas a pasar los productos, te pregunta en voz baja, como de arrepentimiento
—Eh, disculpe, ¿las galletas dónde están?
—Ahí. ¿Ve ese cartel de cinco metros por dos que pone «GALLETAS»?
Pues justo ahí tiene como setecientas cajas. Pero, vamos, que si no lo ve le pido a mis compañeros que lo pongan en Braille o le traigan un perro labrador que tenemos guardado en el almacén.
—Ah, pues espéreme un segundín que voy.
Y va. Te deja la cinta llena de cosas como si aquello fuera la encimera de su cocina, y detrás veinte esperando. A los diez minutos vuelve con toda la pachorra del mundo y cuarenta cosas más apiladas en sus brazos. Por supuesto ninguna de ellas son galletas. La gente lo mira con una cara de odio africano que da miedo.
El tipo —o la tipa— hace malabarismos procurando que no se le caiga nada al suelo, pero el queso Philadelphia se empieza a desplazar a cámara lenta hacia la derecha. El cliente se inclina para agarrarlo y entonces toda la compra se descompensa y se desplaza hacia la derecha a toda velocidad. En una inteligente jugada, el tipo se gira bruscamente al lado opuesto para equilibrar, pero de la postura se le cae el rollo de cocina y tres packs de yogures desnatados. Es como un show de Mister Bean.
—Si quiere le doy un balón de reglamento para que vaya dando toques con la cabeza mientras viene el ojeador del Circo del Sol —le dice mi voz interior, que clama por salir y estrangularle.
Tú miras al techo buscando la cámara oculta porque piensas que esto no puede ser real. No te puede estar pasando. Esperas que en cualquier momento aparezca un famoso cargando un enorme ramo de flores diciéndote: «¡Felicidades, estás saliendo en televisión!». Finalmente el cliente Segundín logra controlar la situación y llega hasta tu mostrador, pidiendo disculpas con su vocecita aflautada, no sin antes montar su número final, que consiste en estrujarse entre la gente y las barandillas de acero que separan cada caja.
Esa es otra: el pasillito tiene la anchura justa para que pase una modelo o un bicho palo. Si estás un poco gordo te atascas y para salir tienen que untarte las lorzas con mantequilla, o sea, como a Maria Schneider en El último tango en París, pero a lo bestia. Yo para esto sugiero utilizar un remo: es más rápido. Untar a alguien con un cuchillito te puede llevar tres horas y media, y ahí sí que se te amotina el personal. Eso suponiendo que el del Segundín no te diga que tiene que hacer una llamada muy rápida a casa para comprobar una cosa, y que le vayas metiendo la compra en una bolsa porque es tu deber por no haber estudiado. Ahí el remo vendría muy bien, pero para meterle leñazos en la nuca sin parar, yo y los cien que hay en la fila esperando.
El maravilloso. En el lado opuesto de la balanza surgen personas encantadoras que te iluminan el día con una sonrisa, te dicen que estás muy guapa porque se dan cuenta de que te has cambiado el corte de pelo, o te traen un regalo y te dejan descolocada para el resto del día. Suelen ser habituales del súper, vecinos del barrio que compran frecuentemente y de los que no esperas más que el protocolario saludo hasta que aparecen con un perfume primorosamente envuelto en papel de regalo, una cajita de bombones o unos dulces que han traído del pueblo y que son «artesanales y muy buenos». Esta gente es la que te anima a esforzarte y ser mejor profesional, la que te sube la moral y resetea el disco duro de los sinsabores.
Finalmente, en el último lugar de la lista, pero primero en los corazones de toda la plantilla del súper, está doña Úrsula. Pertenece al grupo de los clientes maravillosos, salvo que el suyo es un caso excepcional que va un paso más allá. Es una rara avis, inclasificable, tierna, entrañable, y siempre imprevisible anciana de ochenta y pocos años, que diariamente acude al supermercado a pasar las horas muertas, más con ánimo de conversar y combatir su soledad que de comprar. Le importa un bledo estar en un espacio público y que el resto estemos trabajando. Ella va a su bola y está más feliz que todas las cosas.
(...)
Cuando nos visita, doña Úrsula pasea entre las cajas como un militar de alto rango que pasa revista a las tropas. Nada más cruzar la puerta, se dirige a la caja número uno. Si está vacía, camina hasta la primera donde estemos alguna de nosotras. Detiene su caminar y saluda con un «Buenos días, hijas»,
que aplica a todas las cajeras, incluidas las del fondo. Reanuda su marcha y va caja por caja, preguntándonos qué tal estamos, hablando del tiempo o poniéndonos al día, sin preámbulos innecesarios, de su rutina de ayer o de sus planes para el día en curso.
Espero que lo hayáis disfrutado con una sonrisa al menos.
Abrazos a discreción.
Suerte a todos.