Antes de ser alcaldesa, Ada Colau era Supervivienda, una actriz embutida en licra que frenaba desahucios, según es fama. En aquellos tiempos del disfraz de la abeja Maya, Ada todo lo podía y todo lo resolvía. Era la santita de Villa Desahucio, la Meridiana murciana que ahora quieren llenar de separatistas por colores, el tramo gay, el de los bomberos voluntarios, los niños cantores de Montserrat y los seteros por la independencia.
Ahora, de primera edil, Ada ha perdido los poderes que la catapultaron al Ayuntamiento. Ha cambiado el pijama de Supervivienda por una vara que no tiene magia. Un drama. Lo tiene escrito en su diario, directo al consumidor para que no le malinterpreten los periodistas:
Aparentemente tengo más poder que nunca, y sin embargo en cierto sentido me siento más impotente: a diferencia del activismo social en el que he estado muchos años, ahora no puedo actuar para dar respuesta a casos individuales. Utilizar el poder que da la alcaldía para resolver casos individuales que acceden a mí por vía personal podría ser considerado clientelismo, incluso tráfico de influencias.
En resumen, que está harta de no poder dar un paso sin que se le acerque alguien con el cuento de que es más triste pedir que robar, siempre rodeada por pedigüeños de palmas abiertas y ojos hundidos, de pobres que compraron los sueños de la renta mínima de ciudadanía, de la moneda propia, de las casas gratis, del maná podemita. Quieren su parte y la quieren ya, pero Ada no puede atenderlos a todos y a ninguno. Sería clientelismo. O peor, tráfico de influencias. Ha aprendido por la vía rápida, mujer de inteligencia viva. Los que le han dado trabajo le piden trabajo. Vaya ocurrencia.
Hacer promesas no es delito, pero cumplirlas sí, según la nueva teoría de Colau. Que le piden trabajo, se queja. Los desesperados se le acercan y en vez de alabar la moratoria hotelera o felicitarle por su hazaña de retirar el busto del Rey emérito piden trabajo, casi lo exigen, le recuerdan todo ese discurso de la dignidad, de los derechos, del hambre y de los ricos. Lloran y ella no puede hacer nada. Sería clientelismo, como mínimo. ¡Qué barbaridad!
Ada está ahíta, harta de gente que pide y sólo sabe pedir. Hasta más allá de gente que le para, gente que le quita tiempo, que le molesta, que no respeta su perímetro físico de seguridad ni sus derechos de imagen. El pasado 9 de agosto anotaba en su diario que el ABC le había retratado a traición, sin su consentimiento:
Termino con una sencilla reflexión: si a quienes somos más accesibles y nos esforzamos por llevar una vida normal, a pesar de nuestro cargo y visibilidad, se nos penaliza y se utiliza esa normalidad en contra nuestra, se acaba provocando lo que no nos gusta: que los políticos se bunquericen, se escondan. Yo no quiero caer en eso, pero que eso no suceda es responsabilidad colectiva. En la medida de lo posible quiero seguir a pie de calle, usando los servicios públicos o bañándome en la playa, sin temer fotos por la espalda.
Una "responsabilidad colectiva" que la alcaldesa no se bunquerice. Ada ya es casta. Ada es una diva. Se esfuerza por llevar una "vida normal" y quiere "seguir a pie de calle", pero no puede con la gente. Le roban fotos y le piden trabajo y no autógrafos. A ella, la alcaldesa. Inaudito. Supervivienda era mentira.
Pablo Planas