Sólo desde la realidad política belga, con dos comunidades estrictamente separadas por la lengua, la valona –en francés– y la flamenca –en neerlandés–, puede entenderse algunas de las opiniones expresadas por algunos de sus responsables políticos. Cuando el ministro del Interior de Bélgica, el nacionalista flamenco Jan Jambon, dice que España «ha ido demasiado lejos» en su respuesta al desafío independentista y la aplicación consiguiente del artículo 155, no tiene en cuenta que dicho desafío al orden constitucional tiene como consecuencia la fractura de la sociedad catalana en dos comunidades, esencia de una democracia no excluyente. Este hecho parece muy asumido en la historia política de los belgas, ya que consideran, a pesar de declararse como estado federal en su constitución, la existencia de tres comunidades –francesa, flamenca y germanófona–, a la que le corresponden tres regiones de estricto reparto lingüístico, incluso del reconocimiento de bilingüismo sólo en uno de ellos, la región de Bruselas. Desde este esquema impensable en nuestro país y en otros estados de la UE, donde las lenguas se hablan libremente con el respeto de su uso ordinario y normalizado, las comunidades según el habla no determinan –no hasta ahora, y en contra del nacionalismo identitario– la administración territorial. El hecho que ejemplifica más claramente este sistema de comunidades lingüísticas y territoriales diferenciadas es que quienes viven en Flandes sólo pueden votar a partidos flamencos y quienes habitan en Valonia, a francófonos. Por lo tanto, los separatistas del N-VA, uno de los tres partidos nacionalistas flamencos que sostienen el gobierno de Bruselas, debería modular con más rigor sus opiniones sobre la democracia española, tan homologable como la belga y ejemplo a seguir en muchos casos. Entre nuestros éxitos está precisamente una organización territorial que ha conseguido –por lo menos hasta ahora– que las nacionalidades históricas no hayan construidos territorios aislados, con rencillas enconadas de por vida, lo que en Bélgica expresan con absoluto derrotismo que se trata de un Estado que no ha consumado el divorcio por el «problema de los niños». Sin duda, para España el modelo territorial belga no es un ejemplo a seguir y menos en la versión de la Alianza Neo-flamenca (N-VA), un partido populista que propugna aprobar leyes que obliguen al uso del neerlandés, y no de otra lengua, a los ciudadanos residentes en la región de Flandes. Parece que la deplorable herencia de la antigua Unión Nacional Flamenca de los años 30, formación aliada de los nacionalsocialistas hitlerianos, ha encontrado discípulos. Carles Puigdemont y cuatro ex consejeros han encontrado protección en una formación de la que recelan los belgas moderados y que le está causando serios problemas al gobierno federal de Charles Michel, pero debería diferenciar, si es que puede, entre la Justicia y la política destructiva de sus aliados del N-VA, un partido detestado por su posiciones xenófobas. El ministro de Exteriores ha tenido que pedir «dejar hacer a la Justicia, a la belga y la española, para que hagan su trabajo». Los separatistas catalanes han buscado también protección en un sistema judicial que cree más garantista que el español, que ya es decir, cuando lo que los tribunales belgas han dejando en evidencia en muchas ocasiones es un desajuste en la interpretación de las normativas comunes de la UE. La Justicia se acabará imponiendo.