Antonio Rubio tiene cada año el mismo problema: cuando se acerca el Día de la Hispanidad, se ve obligado a hacer las maletas para abandonar el país. Vive el patriotismo con una intensidad tal que su organismo no puede soportarlo. “Es algo genético. A mi padre le estalló el pecho hace seis años viendo el desfile militar. Fue muy dramático. El pulmón derecho se elevó como siete metros y todos pensaban que había sido ETA”, explica. Ha reservado habitación en un hotel de Londres “porque Francia está demasiado cerca. Sólo espero no encontrarme con un turista español. La emoción acabaría conmigo”.
Isabel, la esposa de Antonio, ha preparado un suculento cocido madrileño. “Quiero que mañana, cuando mi Antonio esté desarraigado en Inglaterra, España recorra sus intestinos” afirma mientras acaricia a su marido. Antonio se ha acercado al plato y los ojos se le encharcan. “Hay gente que se emociona cuando ve la Capilla Sixtina. A mí me pasa con el cocido, con la tortilla española y hasta yendo en taxi. Me acuerdo de que soy español y doy gracias a Dios por la suerte que he tenido. Pienso que no me lo merezco. Sinceramente, no soy digno” explica con la voz temblorosa, a punto de echarse a llorar. “Apártate, Antonio, que no se te caiga la candela al plato”, advierte Isabel.
Me cuenta que su abuelo Macario murió heroicamente durante la Guerra Civil. “Él no era precisamente un buen tirador, sus compañeros eran más jóvenes. Pero sí tenía un sentido del deber sobrehumano. Cuentan que durante una batalla mi abuelo y otros soldados se quedaron sin munición, acorralados por los republicanos en una trinchera. Entonces él decidió salir corriendo en dirección al enemigo y, al grito de ‘¡España! ¡España!’, se utilizó a sí mismo como granada. Los pedazos de su cuerpo bañaron el Ebro pero salvó las vidas de muchos soldados”. Isabel le pide que cambie de tema. “¿No ves que se le está marcando la yugular? No tiene ni cuarenta años y morirá de orgullo”, se lamenta.
Estoy construyendo una réplica de Eduardo Zaplana hecha con palillos
Acabado el ágape, Antonio me ofrece un mondadientes rojigualdo “para que te quites los ‘paluegos’, ya sabes, los trozos de comida que quedan entre los dientes. Esa costumbre también es muy nuestra, yo no la he visto fuera”. Acepto por cortesía y entonces se acuerda de algo que quería mostrarme. Me conduce hacia una habitación a la que llama “El cuarto nacional” y que está forrada de moqueta roja y amarilla. En las estanterías hay medallas, monedas y hasta una lámpara de lava que reproduce la cara del Rey. Y protegida por una capa de terciopelo, una gaviota disecada. “Es la primera gaviota que tuvo el Partido Popular. Está valorada en veinte millones de pesetas. Murió en los ochenta al tropezarse con Manuel Fraga en un pasillo de la sede de la calle Génova”.
Pero no es esto lo que Antonio quería que viera. Encima de una mesa se erige una escultura de casi dos metros hecha de palillos. “¿Lo reconoces?”, me pregunta, y admito que no alcanzo a descifrar qué es. “Es Zaplana, coño. Si tiene la misma cara. Sólo me faltan los pies para terminarlo, pero no sé qué número gasta y llevo como dos meses persiguiendo a la jefa de comunicación del PP para que se lo pregunte a él directamente. Lo que pasa es que ahora, como los grandes del partido fueron apartados, Zaplana no es una prioridad para ellos”.
Tras el baño de patriotismo, Antonio tiene que sentarse a descansar porque nota que le ha subido la tensión. “Me emociono, coño, de ser tan español. Sé que no me conviene pero, si no puedo disfrutar de esto, ya me dirás para qué he venido al mundo”. Su esposa le regaña y yo, sin ánimo de potenciar aún más sus sentimientos nacionales, me despido de ambos. Isabel insiste en que me lleve lo que ha sobrado del cocido y Antonio me entrega una fotografía en la que ambos posan junto a la gaviota popular. La imagen se me queda grabada a fuego en la retina.