La gracia de la política tiene que ver, en parte, con la posibilidad de votar a hombres mejores que uno mismo. Objetivamente mejores. En un extremo de la escala está Michael Ignatieff; en el otro, la confederación del taxi. A los políticos que tienden a Ignatieff se les suele medir por su inteligencia, sagacidad, temperamento... De los segundos sólo se exige que se parezcan a sus votantes; cuanto mayor es el parecido, más alta es la estima. Obviamente, estos últimos actúan con ventaja: crear empleo es más difícil que ir a trabajar en metro. En este sentido, la llegada a algunos de los principales ayuntamientos españoles de los nuevos políticos no ha defraudado las expectativas.
Ada Colau, por ejemplo, ha exhibido el mismo sentimentalismo del que hizo gala durante la campaña, y cuya inmoralidad se resume en esa escenificación que, el pasado sábado, trató de confundir su toma de posesión con el advenimiento de la democracia, borrando de un plumazo la evidencia de que en España hace ya mucho tiempo que hay ayuntamientos democráticos. Para ello, no tuvo el menor reparo en invitar a sus fieles a ocupar el espacio público, pantalla gigante incluida, y convertir la constitución del Consistorio en un aquelarre sectario donde si no eras de los buenos eras de los malos. Como la Marcha sobre Roma pero de buen rollito, cual si hubiera regidores legítimos (Guanyem, CUP, ERC) e ilegítimos. Ni siquiera Convergència, que tiene el copyright de esa práctica, copas de Europa incluidas, merecía esa silbatina que demediaba la realidad entre casta y runrún. Y Ada lloró, claro; y al lunes siguiente cogió el metro para ir a impedir un desahucio, lo que abre la posibilidad, ciertamente inquietante, de que nos gobierne una superheroína, sí, pero sencillita, que es en verdad a lo que aspiran estos quincemesinos, a superhéroes de barrio.
Manuela Carmena también va en metro. Su voto de pobreza, no obstante, es aún más sutil que el de Colau, pues consiste en haber nombrado concejal de Cultura a este hombre, Zapata, del que escribir es una afrenta a la escritura. Viendo el percal, parece una injusticia poética que Ricardo Sáenz de Ynestrillas, que tanto hizo por incrustarse en el movimiento, se haya quedado fuera por un quítame allá esas etiquetas. Frente a su intento, los supertacañones respondieron: "En Podemos puede entrar cualquiera, pero no vale cualquier cosa. El fascismo está fuera de los DDHH y de Podemos". Bien está.
jose maria albert