Re: España y Catalunya
El problema de los catalanes, si es que tienen alguno que no sea la sumisión a un movimiento colectivista de corte nítidamente fascista, como es el catalanismo, es que su Estado se haya integrado en una anomalía política llamada Estado español.
En España existe Estado desde que el Franquismo abandonara el mito de la autarquía y decidiera equilibrar fuerzas entre mercado, libertad individual y régimen dictatorial. El Estado se hizo entonces indispensable, y dado el contexto, no resultó del todo complicado constituirlo con cierta brillantez. La democracia refrendó el “éxito” franquista, pero quiso convertir el artefacto también en una vía para marcar la diferencia, al tiempo que se alimentaba el espíritu anti-españolista.
El catalanismo no está contribuyendo al rescate de la fallida nación catalana, que ya en el siglo XVIII era una quimera estrambótica e inverosímil. La nación catalana no llegó a ser porque, en esos términos tan artificiales como pretenciosos, fue la nación española la que se definió en lo político y en lo estatal. Malamente en ambos casos, y de ahí proceden todos sus problemas. El estatismo catalanista, llámese nacionalismo si se quiere, no es sino el anti-españolismo quintaesenciado en forma de proyecto de Nación política. Cataluña es una suerte de arcadia feliz donde todo lo español se entiende como un mal, y en el que todos los españoles recelosos hallan su rinconcito, su terruño o su coartada. En lo ideológico, el nacionalismo catalán surgió del complejo periférico. En lo cultural, no fue difícil tamizar lo propio como lo propio de una identidad definida. De hecho no hubo problema alguno en que se reconociera semejante entidad a lo catalán, ¿por qué no habría de hacerse, si es cierto?
Tratar de diluir la carga conceptual que arrastra el término Nación, o esa idea suya de “sujetos políticos sin Estado”, cuando saben que este Estado compuesto en el que vivimos, no es un Estado unitario descentralizado, como se infiere del rigor constitucional del 78, sino un Estado de Estados en el que poco importa ya la idea de unidad en un sentido que no se refiera o que no pase por la idea del Estado mismo. Una entelequia difícil de asimilar, y quizá contra intuitiva, pero que explica perfectamente la obsesión de algunos por reafirmarse en la diferencia.
España pudo ser un Estado post franquista adaptado a la legítima reivindicación foralista de vascos, navarros y catalanes, e incluso haberse permitido una autonomía dependiente como Galicia. Pero se temieron las consecuencias, y en 1981 irrumpió el esperpento andaluz quebrando por siempre el modelo constitucional trazado tres años antes. España acabaría siendo un Estado de Estados, de ahí la recurrencia a la peregrina idea de Nación de naciones, absolutamente irrelevante, más si cabe cuando en 2007, otra vez desde Andalucía (recordemos, la Autonomía mayor, y de primer rango desde el principio, pero también la más dependiente de todas ellas), aprobó en su Estatuto que se consideraba a sí misma “una realidad nacional”. Y Zapatero no se equivocaba al decir que Nación era un concepto “discutido y discutible”, porque en los términos que era utilizada por él mismo, y por el nacionalismo rampante, su contenido había perdido su trascendencia política desde hacía años.
El error cometido por casi todos, incluido por el TC, ha sido concentrarse en la idea de Nación, y reproducir así la torpe y sin sentido escapada con la que se creyó cerrar la cuestión en 1978, hablando de Nación española y las regiones y nacionalidades que la componen. Lo que en realidad se hizo posible con la Constitución autonomista, y finalmente se perpetró con la entrada de Andalucía en el primer nivel de autonomía, era el Estado de Estados, un constructivismo socialdemócrata acompasado entre Estado central y Estado autonómico, creando desde ese momento todas esas tensiones que hoy sirven de coartada al fascismo catalanista, que en realidad se preocupa por asuntos mucho más perversos que la integridad fiscal de Cataluña.
Esta afirmación es tan irrelevante como interpretable, en realidad nada de nada, pero que colocará de nuevo al PP y muchos otros, en las cuerdas de lo secundario, fijando la atención en aquello que no debería recabar semejante polémica y opinión. La crisis política que realmente debe importarnos es la que afecta al Estado insostenible que tenemos, multiplicado por 17, más uno, y en medio de una quiebra que va más allá de sus finanzas, tocando con cada vez más virulencia a su credibilidad o el consenso social sobre el que se aúpa. El cambio de régimen es una realidad; lo que ignoramos es hacia dónde nos dirigimos y cuáles serán las consecuencias del desafío totalitario de algunos, el entreguismo snob de otros, o la torpeza con que reaccionan los de siempre.
Saludos y Libertad!