El deseo catalán
SUSO DE TORO Actualitzada el 01/09/2015 11:21
http://www.ara.cat/opinio/deseo-catalan_0_1423057800.html
Los análisis basados exclusivamente en la economía, la sociología o la lucha entre ideologías y partidos no explican la historia. Este es el caso del proceso político que vive la sociedad catalana.
El impulso que mueve el debate de la sociedad catalana sobre su futuro nace de la repentina liberación, como un resorte, de un deseo que estaba reprimido. No hablo de una parte de la sociedad, hablo de una parte del interior de personas que durante muchos años, vidas enteras, reprimieron la conciencia y el deseo de ser simple, plena y únicamente catalanes. Se trata de un deseo, los deseos existen primero y luego viene el cálculo, el contraste con la realidad. El proceso político catalán tiene raíces profundas dentro de muchas personas.
Hace siete años el Parlament catalán tuvo la amabilidad de invitarme a unas jornadas sobre medios de comunicación y responsabilidad social, no recuerdo lo que expuse en la sesión sobre ese tema, pero sí recuerdo lo que dije en una comida posterior con parlamentarios y representantes de los distintos partidos. Y no estoy muy seguro de que me sienta orgulloso de ello (no me ofrezcan más de dos vasos de vino blanco, mi 'daimon' se libera, traspasa mi impertinencia habitual para hacer gamberradas y ni siquiera me ofrece el bálsamo posterior del olvido).
En aquel entonces, 2008, hacía dos años que el nuevo Estatut había sido aprobado por las Cortes y recurrido ante el Tribunal Constitucional por el PP, y faltaban otros dos años para que el Constitucional fallase la inconstitucionalidad de varios puntos del texto. El fallo fue mucho más allá de lo jurídico y tuvo un carácter político e ideológico muy marcado. Y, según mi recuerdo, lo que les dije a aquellas personas que me habían dado de comer y beber fue más o menos lo siguiente: “Catalunya tiene los recursos económicos y humanos para ser un estado. Tenéis las instituciones que lo prefiguran, los instrumentos políticos, cuadros para formar una administración… Y, además, seríais no sólo un estado viable sino próspero… Y vosotros lo sabéis. Pero no puede ser, no es posible. España no os deja”.
El silencio incómodo a que dio lugar mi intervención creo que no se debía sólo a que eran de distintos partidos, personas con visiones distintas e incluso enfrentadas entre ellas, sino a que les mostraba una situación de impotencia que era compartida por todos ellos y ellas, les decía que, lo deseasen o no, eran o estaban impotentes.
No puede haber mayor impertinencia ni falta de respeto a quien te invita a su mesa. Tengo que preguntarme por mi propia actitud, ¿qué pretendía yo, vino blanco mediante, al forzar a otra gente a verse en un espejo incómodo contra su voluntad? Había algo más que exhibicionismo de agudeza y ganas de jugar con las emociones de los demás, creo que había también un deseo de provocar una reacción. Y eso quiere decir que me importaba aquella gente a la que personalmente no conocía, me importaban los catalanes y catalanas. Aunque ello no es disculpa para la impertinencia (de todos modos, si no quieren padecer impertinencias no traten con artistas).
Pero lo importante era aquel silencio confuso, que era un reconocimiento de esa situación de impotencia. Cuando dos años después el Constitucional falló, y de qué manera, la reacción posterior de la población catalana fue mucho más importante y decisiva que una respuesta política, fue una respuesta emocional. Un deseo que se expresó libremente. Un resorte que había estado reprimido tanto tiempo saltó. Y ese resorte ya no puede ser reprimido nuevamente.
El Estado interviene e intervendrá con todos sus medios para enturbiar y coaccionar en las próximas semanas en la campaña catalana, pero esa coerción no conseguirá volver atrás a muchas personas que han liberado emociones reprimidas y ahora son distintas a como eran hace unos años.
No tengo noticia de que exista un análisis del tipo de personalidad que fueron construyendo los catalanes durante los últimos cien años como huéspedes dentro de una España madrileña castellana. Sé de las deformaciones de la personalidad que supone pertenecer a una identidad estigmatizada, soy gallego, sé de las relaciones coloniales entre amo y esclavo, pero solo puedo intuir los equilibrios y ambivalencias de los catalanes.
Las ambivalencias de personas que sienten pertenecer a un país culto y muy capaz de sacarse adelante y dar trabajo y casa a sus habitantes pero que debe someterse a límites de crecimiento dentro de una horma. Un país que solo puede mostrarse discretamente para no molestar al poder instituido. Personas que tienen que disimular, rebajar el perfil de su identidad para no perjudicar los propios legítimos intereses, ir a Madrid y pasar de perfil sin hacerse notar, creerse por encima en muchos sentidos de quienes detentan el poder y tener que ofrecerles asentimiento y representar humildad… Es evidente que también eso debe generar deformaciones de la personalidad y un tipo de violencia reprimida. Ese juego de equilibrios internos, de represiones, es una mezcla inestable que llegado a un punto puede saltar. Algo de eso ha ocurrido.
De todos modos, la rabia por las ofensas reprimida tanto tiempo es peligrosa para quien la posee, sobre todo porque el nacionalismo español es ducho en manejar la desesperación y los sentimientos negativos, ese es su campo.
Los poderes que detentan el Estado hasta ahora han tratado con los catalanes en un juego de una cierta maulería, chalanería e indignidad, una relación perversa de la que Catalunya se ha liberado ciertamente. En adelante, sea cual sea el nuevo nivel de soberanía que consiga, las relaciones ya no serán de submisión, serán pactos entre sujetos políticos que se reconocen mutuamente. Pero lo más importante no es eso, lo más importante es que hoy los catalanes son personas más libres, alegres, plenas. Si volviesen a escuchar aquellas impertinencias mías de hace siete años no se habrían quedado mudos, se habrían reído mucho. Con independencia de las incertidumbres del futuro serían personas más libres. Y eso debe alegrar, ¿no?