El nacionalismo catalán, fiel a su propia filosofía, estableció siempre un foso de separación: el hecho diferencial entre Cataluña y España. Desde ópticas esencialistas o lisa y llanamente racistas se llegó a establecer factores de diferenciación étnica entre catalanes y castellanos. Valentí Almirall, en su libro España tal como es (1896), consideraba que la Historia de España estaba marcada por el enfrentamiento de dos etnias diametralmente opuestas: "El grupo centro-meridional por la influencia de la sangre semita que debe a la invasión árabe, soñadora, generalizadora, aficionada al lujo, ampulosa, autoritaria, centralizadora, absorbente", y el grupo pirenaico, "procedente de razas primitivas, positivista, analítica y recia, nada formalista, basada en la libertad y en la confederación". Este último tiende a la descentralización, la variedad, la federación, la libertad individual y regional, y el otro a la concentración, la unificación, la preponderancia de su raza, el autoritarismo. Etnicismo e ideologíaLos semitas del centro y del sur frente a los no semitas del este. Al etnicismo se incorporaron ensayistas e ideólogos de pelaje diverso. Pompeu Gener, en su libro Herejías (1888), contraponía las provincias del norte y nordeste a las del centro y sur: "En estas últimas predomina demasiado el elemento semítico y, más aún, el presemítico o beréber con todas sus cualidades: la morosidad, mala administración, el desprecio del tiempo y de la vida, el caciquismo, la hipérbole en todo, la dureza y la falta de medios en la expresión, la adoración del verbo". En 1917, el veterinario y político Rossell i Vilar publicaba un folleto titulado Diferències entre catalans i castellans. Les mentalitats específiques, en el que, además de considerar el mestizaje como el gran peligro para el mantenimiento de las esencias catalanas, proclamaba la radical incompatibilidad de las razas catalana y castellana: "La discordia entre ambas razas es un fruto natural".
Corpus de Sangre, inicio de la Guerra dels Segadors. Antoni Estruch, 1907.
El etnicismo era insostenible entre los historiadores. Por eso, desde los años treinta del siglo XX se buscaron factores de diferenciación que no fueran tan flagrantemente racistas. El más clásico es el político: pactismo catalán versus absolutismo castellano. El pactismo es el eje del discurso constitucionalista catalán que parte del supuesto de que la monarquía en Cataluña no ejerció el absolutismo sino que pactó con Cataluña un régimen constitucional en el que las Cortes -expresión suprema del pacto- establecían las reglas del juego político en el que el poder era compartido por el rey y los súbditos representados en las propias Cortes. Desde luego, hay que recordar al respecto que nunca hubo un solo discurso pactista o constitucionalista.
En 1640, durante la revolución catalana, la confrontación no solo se dio entre absolutismo castellano y pactismo catalán, sino entre los diversos modelos de pactismo catalán
En 1640, durante la revolución catalana, la confrontación no solo se dio entre absolutismo castellano y pactismo catalán, sino entre los diversos modelos de pactismo catalán. Durante la Guerra de Sucesión, Francesc Grases representó una tercera vía entre absolutismo y constitucionalismo. La trastienda del pactismoEl régimen de las Cortes estaba en crisis flagrante. A lo largo del siglo XVII no llegó a culminar felizmente ninguna de las Cortes catalanas. Curiosamente, Carlos II, el neoforalista, no convocó Cortes en Cataluña; en cambio, el absolutista Felipe V sí que las reunió en 1701-1702. En realidad, detrás del pactismo lo que hay es un acuerdo social entre la nobleza y la burguesía catalana con el arbitraje de la monarquía y el pueblo como gran convidado de piedra. La valoración de la monarquía, desde Cataluña, ha estado más condicionada por los beneficios económicos que tal o cual reinado le podía reportar que por el constitucionalismo de tal o cual rey (por ejemplo, Carlos II fue considerado por Feliu de la Peña "el mejor rey que ha tenido España"). La trascendencia de las Cortes castellanas como plataforma de representación ciudadana y de ejercicio de derechos constitucionales ha sido subrayada por diversos historiadores en los últimos años.
Batalla de Rande, el 23 de octubre de 1702. En el estrecho de Rande se enfrentaron las escuadras anglo-holandesas e hispano-francesas.
El mito del régimen pactista como esencia del "gobierno perfecto" tan sublimado por la historiografía nacionalista tiene que asumir la realidad de corruptelas políticas y de representatividad escasa en un sistema político catalán con graves problemas de ingobernabilidad -bandolerismo, entre otras derivaciones- que difícilmente pueden soslayarse.Los dos grandes hitos de la historia nacional conflictiva han sido la revolución de 1640 y la Guerra de Sucesión, con su fecha simbólica, el 11 de septiembre de 1714, ambos con enorme cantidad de mitos incorporados. El estudio de la revolución catalana de 1640, con su héroe Pau Claris, presidente de la Generalitat y muerto precozmente en 1641, exige no pocas precisiones. Los segadores solo tuvieron protagonismo en el Corpus de Sangre (7 de junio de 1640). Su radicalismo social, por otra parte, nada tenía que ver con las demandas de la baja nobleza y la burguesía constitucionalista. Es más, en el Corpus de Sangre, aparte de la muerte del virrey, fueron asaltadas casas de diversos personajes que representaban el constitucionalismo catalán.División socialCataluña estuvo muy dividida socialmente ante la estrategia revolucionaria. La revolución condujo a una separación de la monarquía española que se prolongó de 1641 a 1652. Esta separación fue una experiencia nefasta para la sociedad catalana, tan nefasta que en 1700 apostaría por la opción contraria a Francia. Desde 1643 hay frecuentes testimonios de lamento por la vinculación a Francia, que fue una opción radical en un momento de máxima tensión con la monarquía de Felipe IV y Olivares. Nunca he creído que la dialéctica Castilla-Cataluña fuera un problema de identidades, ni es asumible la épica lucha de la nación catalana frente al Estado opresor. Entre los intelectuales orgánicos de la "monarquía de España" de los Reyes Católicos, con el discurso unitarista subyacente, no faltaron catalanes (los Margarit, Carbonell o Alfonsello). El año 1492 marcó de alguna manera la euforia máxima del proyecto nacional español de los Reyes Católicos. Pero la realidad es compleja y, tras la muerte de Isabel la Católica, se puso en evidencia la fragilidad del proyecto.
Carlos V en la Batalla de Mühlberg./ Tiziano. Museo del Prado.
La extrema delicadeza de la situación tras el matrimonio de Fernando el Católico con Germana de Foix, y aquel hijo que no llegó a prosperar, es fiel reflejo de la fragilidad de aquella unión. La problemática de la articulación nacional española se refleja en el reinado de Carlos V. Las advertencias de Palamós en 1545 a su hijo Felipe son bien indicativas de la sensibilidad que, a juicio del emperador, merecía Cataluña: "Os aviso de que en el gobierno de Cataluña seáis más sobre aviso porque más presto podríais errar en esta gobernación que en la de Castilla, así por ser los fueros y constituciones tales, como porque sus pasiones no son menores que las de otros y ósanlas mostrar más y tienen más disculpas y hay menos maneras de poderlas averiguar y castigar".En definitiva, la sensibilidad hacia Cataluña como problema estuvo bien presente en la monarquía desde mediados del siglo XVI. Una sensibilidad que se dejará notar en las trayectorias de la opinión respecto a castellanos y viceversa.Halagos castellanosLas opiniones de los castellanos sobre los catalanes se dejan sentir antes del reinado de los Reyes Católicos en las referencias contra el príncipe de Viana, de marcado signo anticatalanista. En el siglo XVI no faltan los halagos castellanos a los catalanes glosando la capacidad de prevención del futuro, su amabilidad con los foráneos o su religiosidad. En contraste, en el siglo XVII Quevedo embiste contra el carácter catalán -"ladrón de tres manos", "hipócritas", "no hablan con una misma lengua sus canciones y su labia", "aborto monstruoso de la política", "caos de fueros"... y otras lindezas-. Después de la Guerra de los Segadores, hay signos patentes de voluntad de reconciliación, con un victimismo común que mete en el mismo saco a castellanos, andaluces o catalanes.Durante la Guerra de Sucesión, la hostilidad castellana contra los catalanes alcanzará su clímax, sobre todo después de 1707, cuando se sabe quién va a ganar la guerra: "De las quexas de los catalanes y de sus vezinos no hay que hacer caso, porque estos han estado siempre cual con su camisa... son las moscas que con su continuada molestia consiguen alterar los ánimos por más que juren de pacientes". En la comedia Quien bien tiene y cuál escoge se escribe: "No te fíes / ay un común refrancillo / que dice que el catalán (así se dice y se ha dicho) / la fará si no la ha fecho / y sepa usted que este vicio / les ha quedado de una parte / que lo tienen de niños / no te fíes". Después de 1714, Patiño fustigará con acritud la conducta catalana -"prontos en la cólera", "rijosos y vengativos", "siempre se debe rezelar dellos", "apasionados a su patria con tal exceso que les hace trastornar el uso de la razón", "genio laborioso e infatigable a impulsos de la apetecida conveniencia"-.
"Poseían los catalanes el mayor bien y persuadidos de sus discursos, soñándose más felices de lo que estaban, quisieron perder lo seguro por lo incierto"
En una anónima crónica municipal de la Guerra de Sucesión se compara la situación de los catalanes después de 1714 con la fábula de "aquel perro que llevando en la boca una presa de carne, al pasar un riachuelo vio era mayor la que el agua representaba y codicioso soltó la que tenía en la boca segura para assir la que miraba incierta dentro del arroyo, quedando burlado, pues quedó sin una ni otra. Poseían los catalanes el mayor bien y persuadidos de sus discursos, soñándose más felices de lo que estaban, quisieron perder lo seguro por lo incierto". Pero, en cambio, desde mediados del siglo XVIII no faltan los halagos a Cataluña desde Castilla que sirvieron para fabricar el atributo del seny frente a la vieja belicosidad de la rauxa de los siglos XVI y XVII. El seny catalán, aunque ya había sido destacado por Pere Gil o Esteve de Corbera, fue asumido por los castellanos en el siglo XVIII. Uno de sus promotores fue el periodista Nipho, que subrayaba aquello tan halagador para los sensibles oídos del cofoisme catalán: "Si en España fueran todos catalanes para la acción, serían todos agentes provechosos de la riqueza y aumento del Estado". Monopolio de españolidadLas opiniones de los catalanes sobre los castellanos fueron simétricas a las de estos sobre aquellos. A mediados del siglo XVI, el tortosino Cristofor Despuig lanzaba una serie de críticas a los castellanos respecto al pretendido monopolio de la españolidad de los mismos: "Questos castellans s'en beven tot... tenen altra cosa pitjor y és que volen ser absoluts y tenen las coses pròpies en tant y los estrangers en tan poch que par que són ells vinguts del cel i que lo resto dels homes és lo que és eixit de la terra".La hostilidad catalana contra los castellanos se acentuará en los años ochenta del siglo XVI. Ahí están como testimonio las famosas cartas de fray Andrés de San Román a Simón Ruiz, comentándole las peripecias de los frailes vallisoletanos desembarcados en Montserrat: "Había gran discusión en nuestra casa de Montserrat de los religiosos catalanes con los castellanos, cómo sienten el calor desta tierra y todo es por ambición". O, en la misma época, los inquisidores castellanos en Cataluña decían: "Es trabajo y no pequeño contratar con catalanes que, en verdad, que nunca lo pensara hasta que lo he probado". Por la misma época, el aragonés Zurita lanzaba similares denuestos contra el castellano Alonso de Santa Cruz.
Asedio de la ciudad de Barcelona por las tropas de Juan José de Austria./Pandolfo Reschi. Galleria Corsini
La hostilidad catalana contra los castellanos alcanza su punto culminante en 1640. Abundarán los folletos durante la Guerra de los Segadores, donde los catalanes reprochan a los castellanos la hipocresía -"engañar con una mano, sacudir con la otra", "ofrecer paz y amistad y venir con el ejército"-, la altivez, la soberbia, la antipatía hacia los catalanes -"por verles hijos de un país libre y poblado y ellos en un país desierto y pechado"-, la envidia y la prepotencia. De la hostilidad a los castellanos en este contexto son fiel reflejo las quejas del padre Jerónimo de San José a Miguel Bautista de Lanuza: "Señor mío, las desgracias presentes grandes y continuadas no nos dan lugar para escribir sino para llorar y gemir de Dios. Todos los que hablamos castellano corremos peligro, aunque seamos religiosos...".Años de reconciliaciónDespués de 1640, asistimos a un período de relativa reconciliación, en el que se intenta reforzar la imagen de desencanto en la experiencia de unión de Cataluña con Francia y de dulcificación de la imagen de Castilla. En la Guerra de Sucesión, las opiniones catalanas contra los castellanos se radicalizarán siempre dentro de un tono paternalista y una cierta conciencia de superioridad basada en su constitucionalidad frente al absolutismo castellano, pero no faltan muestras de la continuidad del rechazo. Un proborbónico tan significado como Prats i Mata le escribía a otro proborbónico: "Se han posats molt ufans los castellans, inferint que tot se posava segons las lleys de Castella, de que los nostres catalans estan acollonits". Habrá que esperar a la segunda mitad del siglo XVIII para volver a constatar signos de aproximación de los catalanes a Castilla. Opiniones, pues, fluctuantes. Opiniones dictaminadas por la evolución de la correlación de fuerzas respectivas de unos y otros respecto al poder. Nada que ver con el fatalismo del conflicto identitario en el que tantas veces se han enmarcado las relaciones de castellanos y catalanes.