Una historia de éxito: ¿Desde cuándo existe la nación española?
El proceso de crear una identidad nacional tuvo un enorme éxito en sus orígenes en la mayoría de territorios españoles, sobre todo en los más industrializados, véase Cataluña y el País Vasco, pero sufrió varias anomalías en su fase intermedia
César Cervera
@C_Cervera_MSeguir
Buena parte de la izquierda española defiendo aún hoy que la anomalía de España, a diferencia de países vecinos, está en que aquí se desarrolló un Estado, incluso antes que otras partes, pero nunca triunfó la nación como tal. Sin embargo, un estudio detallado de
la construcción del Estado-nación español a lo largo del siglo XIX –el siglo de las escuelas, el ferrocarril y los ejércitos profesionales– demuestra todo lo contrario: el proceso fue igual de exitoso que en cualquier otro país de Europa. De hecho, caló mejor esta construcción en las regiones de
Cataluña y
País Vasco, más industriales y desarrolladas, que en el resto de España.
Cuestión aparte es lo que ocurrió tras
el desastre de 1898 y la proliferación posterior de nacionalismos excluyentes.
Del estado a la nación española
El concepto de España existe desde prácticamente tiempos visigodos, pero los herederos de esta idea, los reinos medievales, eran estructuras débiles y poco unificadas. No fue hasta el comienzo de
la Edad Moderna, con la reducción del poder de la nobleza y el clero, cuando surgieron los embriones de los estados modernos por toda Europa. El intento español corrió a cargo de los Reyes Católicos,
Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, que unificaron las dos coronas más poderosas de la península, en 1469, y cuyos descendientes heredaron una algarabía de reinos ibéricos, también Navarra y Granada, que se conocían, entre otras denominaciones, como «
las Españas».
El Descubrimiento de América y la Conquista de Granada, ambos hechos acontecidos en 1492, están considerados simbólicamente como el origen de la España moderna.
Sin embargo, en opinión de muchos historiadores la unión dinástica no fue un hecho suficiente para hablar de una única entidad política, pues no existió una integración jurídica.
Los Reyes Católicosunificaron la política exterior, la hacienda real y el ejército, pero lo hicieron respetando los fueros y privilegios de cada uno de sus reinos. No fue hasta la llegada de la dinastía de los Borbones, cuando
Felipe V dotó al Estado español de herramientas y recursos plenamente modernos. Solo tras su reinado, se puede hablar del «
Reino de España» como entidad política.
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Los Reyes Católicos unificaron la política exterior, la hacienda real y el ejército, pero lo hicieron respetando los fueros y privilegios de cada uno de sus reinos
Claro que una cosa era el estado y otra los estados nación. Dentro de la corriente historiográfica que sostiene que las naciones no son realidades objetivas, sino construcciones imaginadas, se apunta a la caída del viejo régimen con el punto de partida para que los grandes estados europeos empezaran a elaborar sus relatos nacionales. Hasta entonces,
la legitimidad del Estado había sido dinástica-religiosa, pero la ruptura de aquel mundo en el siglo XIX requirió una nación que diera sustento al Estado. En definitiva, los estados hicieron naciones, no al revés.
Valiéndose de mejores infraestructuras, de un ejército que aglutinaba a personas de todo el país y de una escuela al fin generalizada,
los Estados-imperio, ciudades-Estado y monarquías-Estado se transformaron en Estados-nación que desarrollaron un relato coherente y unificador a modo de gran novela histórica.
Este cambio de paradigma se puede observar en cómo las sucesivas ediciones del
Diccionario de la lengua española modifican radicalmente el concepto de «nación». En 1780, era «la colección de habitantes de alguna provincia, país o reino»; mientras que un siglo después, en 1881, era «el estado o cuerpo político que reconoce a un centro común supremo de gobierno».
El Sitio de Gerona (1809), parte de la Guerra de la Independencia Española
La Guerra de Independencia, en concreto a
la Constitución de Cádiz de 1812, sirvió de origen simbólico a esta idea de España como nación. En plena invasión napoleónica, la promulgación de una constitución de corte liberal dejó recogido en su artículo 1 a la «Nación española» como «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios».
En el nuevo libro de
Nowtilus,
«Breve historia de los nacionalismos», Iván Romero recuerda que «durante todo el periodo isabelino, entre 1833 y 1868, el liberalismo moderado que copó el poder la mayor parte del tiempo prosiguió el proceso de elaboración de una mitología nacionalista en la línea de lo establecido en las Cortes de Cádiz, utilizando el conflicto contra los franceses como referencia. En esas fechas la guerra de 1808 comenzó a llamarse Guerra de la Independencia, se erigieron numerosos monumentos conmemorativos y se proclamó el 2 de mayo como fiesta nacional».
El resto del convulso siglo XIX dio forma –con la pérdida de las colonias,
las Guerras Carlistas y las sucesivas crisis políticas– al concepto de nación española que tenemos en la actualidad. A través de la literatura, la pintura y otras vertientes culturales la España decimonónica respaldó la creación de la nación con un relato, poético y bien articulado, que caló en pocos años al mismo ritmo que lo hacían
los relatos de Francia o Inglaterra, entre otros.
El proceso de crear una identidad nacional tuvo un enorme éxito en sus orígenes en la mayoría de territorios españoles, sobre todo en los más industrializados, pero sufrió varias anomalías en su fase intermedia. El enclenque desarrollo de la red ferroviaria, de la escuela (un gran factor de cohesión) y la mala salud del ejército a finales del siglo XIX terminaron manifestando el descontento de algunos sectores dirigentes frente a ese estado nación español. En Cataluña, los industriales textiles perdieron mucho volumen de negocio con la caída de las últimas colonias y decidieron hacer una apuesta hacia otros proyectos de nación. Ese es el origen de los nacionalismos excluyentes periféricos, que no del independentismo, siempre marginal acaso hasta fechas recientes.
La novela tras la Guerra Civil
Cuenta
Tomás Pérez Vejo, autor del libro
«España Imaginada», que precisamente en Cataluña y el País Vasco «se articuló primero un relato de España creído, porque eran las zonas económicamente más dinámicas y el proceso de nacionalización fue más sencillo». Así lo demuestra el gran número de voluntarios catalanes y vascos en las guerras africanas respecto al resto del país. El punto de inflexión fue la crisis de 1898, que coincidió con los intentos en otros estados nación europeos de construir imperios coloniales, mientras España perdía los últimos restos de los suyos. «El relato de España hasta entonces había estado marcado por su vocación imperial y ahora debía definirse como un país moribundo, una nación sin pulso. Nadie quiere formar parte de un proyecto fracasado», apunta
Pérez Vejo.
«El relato de España hasta entonces había estado marcado por su vocación imperial y ahora debía definirse como un país moribundo, una nación sin pulso. Nadie quiere formar parte de un proyecto fracasado»
La generación del 98 renunció al gran relato histórico, lo cual quedó definido en la frase de Joaquín Costa de «echemos siete llaves sobre la tumba del Cid» o en sus críticas a la pintura histórica: «Desechemos esos grandes nombres:
Sagunto, Numancia, Otumba, Lepanto, con los que se envenena nuestra juventud en las escuelas, y pasémosles una esponja». Su apuesta por crear otro relato basado en el progreso también naufragó con las turbulencias políticas de principios del nuevo siglo y, finalmente,
la Guerra Civil.
Tras el conflicto fratricida, una parte de España entró en un ciclo melancólico donde renegó de la historia tradicional, mientras que el franquismo se atrincheró en torno a un relato de la nación católica e imperial que, por descontado, no fue capaz de convencer a todos.
A diferencia del resto de Europa, la no participación de España en las dos guerras mundiales privó al relato nacional de un elemento tan unificador como resulta siempre la figura del enemigo externo. El invasor que hay que expulsar con el apoyo y sacrificio de todos, indiferentemente de su ideología y su provincia de nacimiento.
Desde
la Transición, muchos denuncian que el Estado español ha abandonado cualquier proyecto de construcción nacional, en pro de un relato europeísta y constitucionalista, elementos unificadores para todos los españoles, dando vía libre a proyectos alternativos de carácter disgregador que se mueven en el plano emocional. La lucha del relato técnico y económico, frente a una llamada a las bajas pasiones a
lo «Braveheart» de los nacionalismos, resulta como una pelea de un ratón contra un elefante.