El propósito central de los nacionalismos es, antes que nada, conformar una sociedad como un todo, disolver las expresiones de la propia diferencia y atrapar las tensiones internas para proyectarlas hacia el otro.
JOSEP M. FRADERA 2 OCT 2013 - 00:04 CET
Catedrático de Historia de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.
En una reunión de pequeño formato, ambiente gélido y ausencia de moquetas, un conocido politólogo barcelonés calificó al recién elegido presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, de político popular... en razón del arraigo electoral de su partido entre las clases medias. Consternación entre la concurrencia: por “popular” los allí reunidos entendían otra cosa. La anécdota tiene escasa importancia, pero indica algo que ya no sorprende a nadie en estos momentos. El nacionalismo independentista es valorado por su acrecentado arraigo social y capacidad de movilización; raramente es enjuiciado por los valores que defiende y le dan sentido. Este punto de vista -que hubiese permitido considerar por la misma época a Franz-Joseph Strauss como el político europeo popular por excelencia- forma parte de una perspectiva cultural muy extendida sobre el nacionalismo; identificada no tanto con la palabra, el concepto, como por la resolución con que se defienden los intereses generales de los “nuestros”. El problema está ahí precisamente, en saber quiénes son los nuestros, un discernimiento que no es un objetivo fácil, sin costes para quienes lo practican.
En este artículo se defiende una tesis que no es muy común en el debate sobre Cataluña. Podría formularse así: el nacionalismo en cualquiera de sus formas incluye por definición dos caras, como Jano. La primera es más que obvia. Puede resumirse del modo siguiente: el nacionalismo aspira a modificar los términos de relación entre una sociedad y otra (u otras) con las que sostiene antagonismos de orden diverso, bien identificados por las ciencias sociales contemporáneas. La novedad en este caso -la reclamación de independencia por parte de una gran cantidad de catalanes- no afecta al fondo del argumento. La segunda de las caras ya no es tan obvia. El nacionalismo consiste también en un esfuerzo por definir la naturaleza del propio grupo, consecuentemente para modificar el contexto externo que puede y debe garantizar este fin. Vistas así las cosas, se disuelve como azucarillo la tendencia frecuente a considerar que “nacionalistas” son los demás, mientras que la afirmación de idénticas ideas y emociones es parte de un orden natural de las cosas cuando se refiere a uno mismo. Yendo un poco más al contexto que ahora importa: que las naciones fuertes, establecidas y naturales no lo practican; las otras, menores, periféricas, emergentes o latentes, lo practican en demasía.
¿Es esto así? Parece dudoso. Basta ojear los libros de historia, su organización: la Historia de España e Historia de Cataluña se solapan sin condicionarse. No es necesario invocar antiguas vendettas, aunque acabaremos probablemente en este punto. Aquel horizonte mítico y esencialista en el que algunos fuimos educados (es un decir) no tardará en asentarse glorioso en los libros de texto que se revisan con frecuencia para no moverse de lugar. Tampoco tiene mucho sentido lo que cualquiera sabe de sobra: que la organización del espacio cultural común puede manipularse a placer sin que esto altere el discurso de los demás, considerado irrelevante desde la propia realidad. Mientras se afirme la reclamación de universalidad de lo propio en detrimento de lo parroquial del adversario, lo mismo da qué pátina se le dé a la historia que se enseña. Pero que nadie reclame luego el carácter inclusivo de la nación grande, del “nos ancêtres les gaulois” que empollaban los niños senegaleses sin piedad.
Conviene desarrollar algo más el argumento. Es de admirar el esfuerzo enorme del nacionalismo catalán, en sus múltiples expresiones, por reescribir una historia del país siempre igual a sí misma. Las piedras del Borne, la presentación de la Guerra de Sucesión y la Guerra Civil en términos casi idénticos de España contra Cataluña, la reescritura entera de la transición posfranquista, constituyen episodios de un continuo siempre igual de un conflicto entre sociedades que formaron parte de los reinos cristianos, de la monarquía hispánica, el Estado liberal y los experimentos de extrema derecha en el siglo XX. Una secuencia (limpieza cristiana, lenguas trituradas en el solar peninsular y por toda América, -algunas francamente prestigiosas pero todas ellas necesarias para los suyos-, etcétera) que puede explicarse en términos comunes a las historiografías europeas. ¿Símbolo esto de la modernidad catalana, española o hispánica? Símbolo en todo caso del carácter tétrico de la historia, dicho con Juan Benet.
El combate insensato entre nacionalismos hispánicos -nacionalistas ya sabemos que no hay, tampoco en Francia puesto que todos son republicanos- es en esencia un combate por la definición de sus respectivas sociedades y solo después un pleito externo. Por este motivo el antagonismo tiene una salida problemática y una duración incierta, mientras la mediocridad de la política y las servidumbres de la academia sigan por los derroteros mencionados. El viejo corral hispánico sigue siendo eso, un corral; muy moderno para ciertas cosas, muy arcaico para otras que afectan a la vida civil y al desarrollo colectivo.
Aun así, nada sustancial va a resolverse a pesar del previsible arreglo por arriba en el último suspiro, porque este no es el propósito esencial de los actores en escena. La nacionalización de unos y otros seguirá, implacable y ciega, colonizando el pasado y condicionando el futuro. Convulsa en la Cataluña de ahora; por los caminos cansinos de la vida institucional, de la “Roja”, la Reconquista y la misión en América, de la preeminencia de la lengua grande, del éxito de la transición y otros asuntos cuyo común denominador es la educación y el reconocimiento del propio grupo en su pasado y en su supuesto destino colectivo en el presente y futuro. Uno puede esperar esto de los nacionalistas de siempre, pero podría esperar otra cosa de una izquierda que debería haber aprendido algo de la historia del siglo XX y del debate en las ciencias sociales acerca del nacionalismo en sus múltiples variaciones. Haber aprendido, sobre todo, que el propósito central del nacionalismo es, primero y antes que nada, conformar una sociedad como un todo, disolver las expresiones de la propia diferencia, atrapar las tensiones internas para proyectarlas finalmente hacia otro lugar: ¿Alsacia y Lorena?, ¿los árabes?, ¿los judíos?, ¿los chechenos?, ¿Al Qaeda?, para qué insistir.
Estas consideraciones nos conducen al meollo del asunto. Mientras el nacionalismo en Cataluña persigue con perseverancia sus objetivos, aquellos que no lo somos (por razones ideológicas de orden universalista) hemos visto desaparecer de escena a los que procedían de otras tradiciones culturales. No seamos ingenuos, la trama de solidaridades populares forjada en el crepúsculo del franquismo no ha resistido el impacto de la desindustrialización y el paro masivo, la pérdida de referencias basadas en ideas de igualdad, del trabajo y la solidaridad como cultura, cruzando la divisoria entre personas con orígenes diversos. De todo esto queda poco. Levantar algo nuevo a partir de las ruinas del presente es tarea de titanes. Lo es todavía más en el páramo de incomprensión de lo que el nacionalismo en esencia es, de la gran tarea siempre pendiente.
De entenderlo así, lo que queda de la izquierda perdería menos tiempo en defender a España o a Cataluña, en defender recetas estrictamente políticas de recorrido limitado. Uno puede ser dignamente autonomista, federalista asimétrico o simétrico, monolingüe o plurilingüe, y aspirar en pro de la concordia y mejora colectiva a encontrar soluciones para los problemas de distribución de recursos financieros, culturales o simbólicos. Estas recetas no agotan, sin embargo, lo que constituye el corazón del problema, sus causas y raíces profundas. Además, el problema está tanto en Madrid como en Barcelona, en Cataluña como en España -una simplificación finalmente abusiva-. Como dijo Josep Pla en cierta ocasión (cito de memoria): una cultura debe preceder a una política. En el fondo de la erosión de la Cataluña orwelliana, de la Cataluña solidaria (con quienes uno se relaciona), reivindicativa, republicana y federal, orwelliana, anarquista y comunista, tierra de acogida y explotación de gentes del sur, está la aceptación y aparente éxito de la idea de que lo social e individual es la parte y la nación el todo. La fabricación e imposición de una premisa de este estilo es el gran logro del nacionalismo(s), aquello por y para lo que precisa dominar su propio espacio: su razón de ser.
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