Confieso, de entrada, que doy poco crédito a los expertos en el arte, que no ciencia, de curar las llamadas enfermedades mentales. Las escuelas psicoanalíticas nos han hecho el favor de descalificarse las unas a las otras al echarse en cara sus respectivos errores. Freudianos, adlerianos, jungianos, gestálticos, lacanianos y los practicantes de técnicas más esotéricas están de capa caída. Los psiquiatras merecen más respeto, aunque su especialidad también se ha prestado a prácticas perversas: basta recordar los asilos psiquiátricos donde las dictaduras comunistas encerraban a los disidentes. Sin embargo, la sociedad debe asumir la responsabilidad de proporcionar un tratamiento a los estresados y neuróticos, en el extremo más común de la escala, y a los esquizofrénicos y psicópatas, en el otro extremo más excepcional. Y los profesionales mejor equipados desde el punto de vista científico para proporcionar este tratamiento son los psiquiatras.
La negación de la realidad
Aunque parezca extravagante, esta introducción está relacionada con los medios a los que creo que el Gobierno debería recurrir para impugnar el proceso de desinformación que los secesionistas iniciaron después del fiasco del 9-N. Este proceso de desinformación descansa exclusivamente sobre la negación de la realidad. O sea, precisamente, sobre el síntoma que comparten todos los trastornos que los psiquiatras estudian, diagnostican, medican y, cuando es posible, curan: la negación de la realidad. Por lo tanto, los profesionales en cuyas manos el Gobierno debería poner los antecedentes de la consulta fraudulenta, y sobre todo las conclusiones que sacaron a posteriori sus organizadores, negando enfáticamente la realidad, deberían ser los miembros de una junta médica integrada por psiquiatras de reconocida autoridad, y no los jueces del Tribunal Constitucional o los fiscales del Estado. Seguramente ellos le pondrían nombre a la patología del engañabobos. Según el gurú Enric Juliana, el Gobierno ha encomendado a la hipotética Brigada Aranzadi, compuesta por juristas, la ofensiva contra la operación secesionista. Debería encomendársela a la no menos hipotética Brigada Castilla del Pino, compuesta por psiquiatras.
La negación de la realidad en que incurrieron todos los políticos secesionistas que se vanagloriaron del éxito inexistente del 9-N fue tan flagrante que el diagnóstico de los psiquiatras sería unánime, como lo han sido, hasta ahora, los veredictos de los jueces. Recordemos que, sobre 6.300.000 inscriptos en un censo abultado con menores de edad y extranjeros, sólo acudieron a votar 2.300.000, con un núcleo duro de 1.800.000 secesionistas irreductibles. Únicamente en 8 de las 42 comarcas catalanas superaron el 50 por ciento del censo y los mejores resultados los obtuvieron en las menos pobladas. Sentenció el experto en demoscopia Carles Castro (LV, 11/11):
Los resultados del domingo confirmaron una vez más la existencia de varias Catalunyas que coexisten en universos paralelos y algo herméticos. Por un lado, una Catalunya interior, con menor peso demográfico, donde el apoyo a la independencia se acerca al 50 por ciento del censo; por otro, una Catalunya litoral, donde el secesionismo siempre llegó a congregar a un tercio del censo electoral. Sin olvidar un nutrido cinturón metropolitano donde ese apoyo quedó en muchos casos por debajo del 20 por ciento del electorado.
¡Y que lo diga! En L'Hospitalet, la segunda ciudad de Cataluña, se quedó en el 17,7 por ciento.
Llega al paroxismo
Víctima de la patología del engañabobos, Toni Batllori, propagandista gráfico del secesionismo en las páginas del somatén mediático, insiste en dibujar a Rajoy sepultado bajo una montaña de papeletas, humillado por un ninot que blande la estelada. Mientras Artur Mas corrobora la negación de la realidad cuando proclama en el Parlament (LV, 13/11): "Una mayoría de catalanes ha desconectado del Estado español y ya no tiene miedo". ¿Por qué no confiesa que no habla en nombre de una mayoría sino de 1.800.000 ciudadanos, menores de edad y extranjeros?
La patología del engañabobos llegó al paroxismo cuando la mayoría secesionista del Parlament se burló de la realidad y, ocultando que se refería a solamente 1.800.000 ciudadanos, menores de edad y extranjeros, aprobó un texto en el que "se inculpa por el 9-N" (LV, 14/11) y que
incluye la felicitación del Parlament al "pueblo de Catalunya por la jornada cívica, democrática y pacífica del 9-N", que se reconoce como "una expresión amplia y clara de ejercicio a favor del derecho a decidir". En esta línea el Parlament constata "la voluntad de la mayoría del pueblo de Catalunya de ser reconocido como sujeto político soberano a todos los efectos y con todas las consecuencias" y reconoce "la valentía" de los voluntarios y participantes a la hora de "sobreponerse democráticamente a las impugnaciones y las amenazas del Gobierno y de las instituciones del Estado, en una clara enmienda ciudadana al Estado por su negación persistente del derecho del pueblo de Catalunya a decidir libremente su futuro".
La estratagema totalitaria de reducir a 4.500.000 ciudadanos discrepantes a la condición de no personas para sustituirlos por la minoría leal elevada a la categoría de "el pueblo" bastaría a los expertos para diagnosticar que se trata de un caso agudo de patología del engañabobos. Una de las víctimas de esta patología es el inefable Francesc-Marc Álvaro, quien atribuye a los detractores del secesionismo la negación de la realidad y la deformación del veredicto de las urnas de cartón que practican él mismo y sus cofrades sectarios (LV, 20/11):
Hay que suponer que estaban tan seguros de su fuerza y superioridad que no sometieron sus prejuicios al más mínimo contraste de los hechos. Y, lo que es más alucinante, todavía hoy persisten en el error.
Ni más ni menos. Él y sus cofrades, cegados por sus prejuicios, se niegan a reconocer que son sólo 1.800.000 sobre 6.300.000.
Una acotación importante
Y a esta altura hay que hacer una acotación importante. Algunos polemistas subrayan que varios presidentes del Gobierno han sido elegidos en España con una cantidad de votos situada muy por debajo del 50 por ciento del censo. Tienen razón. Lo que sucede es que existe la garantía constitucional de que si esos presidentes desempeñan muy mal sus funciones será posible sustituirlos al cabo de cuatro penosos años. En cambio, la independencia implicaría levantar fronteras definitivas en torno a un nuevo país que, a juzgar por el talante autoritario y mesiánico de quienes probablemente lo gobernarían, se convertiría en una ínsula cerrada, endogámica y marginada de la Unión Europea. Una ínsula, además, que ellos llamarían república pero en la que sería utópico soñar con el derecho a decidir el retorno a la sociedad abierta y normal donde vivimos actualmente. El derecho a decidir es un engañabobos que los amos de la nueva ínsula cancelarían automáticamente apenas monopolizaran el poder.
Afortunadamente, la realidad demuele los pilares sobre los que descansa esta pesadilla. Los números son implacables y prueban que la inmensa mayoría de los catalanes no se ha dejado contaminar por la obscena campaña de propaganda cainita y continúa inmunizada contra la patología del engañabobos. A lo cual se suma el espectáculo desmitificador que brindan los verdaderos portadores de dicha patología cuando exhiben sus ambiciones, nada patrióticas, al disputarse el ya inalcanzable botín mediante un intercambio público de puñaladas traperas.