A unos días de la disolución de las Cortes y a dos meses y medio de las elecciones generales, la necesidad de un diálogo entre el Gobierno de España y el de Generalitat es tan apremiante como a todas luces imposible de escenificar. Se entiende por diálogo un inicial intercambio de posiciones que dé paso a una negociación en la cual el uno y el otro ceden en sus planteamientos de partida con el fin de acordar un marco de avenencia que es lealmente compartido porque a ambos interesa. "El día 28 tendrá que haber gente que hable de un lado y de otro," dijo con mucho sentido común José Manuel García-Margallo, ministro de Asuntos Exteriores la semana pasada en el Foro Catalunya que organiza EXPANSIÓN. Si solo fuese así de fácil...
Tal proceso, civilizado y ensayado, para resolver conflictos es hoy por hoy inverosímil porque carece de uno de los dos interlocutores requeridos. Hasta la formación de un nuevo Gobierno en España, es decir hasta probablemente febrero del año que viene, no se podrán sentar frente a frente Madrid y Barcelona para hablar de cosas de mucha enjundia sin luz y sin taquígrafos. Tiempo habrá después para explicar lo discutido con la transparencia que demanda una sociedad abierta. Hasta entonces quedan cinco meses y el independentismo catalán, tal como analizó Martí Saballs, campeará a sus anchas. Los gritos a favor de la secesión y los mensajes ignorantes, racistas y vitriólicos durante la campaña subirán de volumen.
Artur Mas programó su calendario electoral con mucha astucia. La campaña se inició con la Diada, celebración otrora plural que fue secuestrada por Junts pel Sí, se votó el día del puente de La Mercè para rebajar el voto no independentista del gran Barcelona (estrategia que al final no funcionó) y ahora el presidente en funciones de la Generalitat pretende beneficiarse del vacío del poder político a nivel de Estado que acompaña todo final de una legislatura parlamentaria. Junts pel Sí ganó las elecciones con holgura habiendo presentado por primera vez en unas elecciones autonómicas un programa anclado en una hoja de ruta hacia la independencia. Los catalanes votaron masivamente, la sociedad catalana está fracturada, lo cual es normal en todo proceso de secesión, pero Artur Mas tiene la sartén por el mango. Puede presumir de legitimidad política como no pudo hacerlo antes de las elecciones. Esta es la realidad de la situación.
Torpeza
Si Mas y sus compañeros de viaje mostraron mucha sutileza, Mariano Rajoy y el Gobierno de España demostraron todo lo contrario. Ejemplo manifiesto de ello fue la decisión, a undécima hora, por la vía de urgencia y sin consenso, de modificar la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional para poder actuar contra quienes no acaten las sentencias de la más alta magistratura.
Esto, que no es más que asegurar el cumplimiento de la ley, lo tenían que haber aprobado el PP y el PSOE hace años y antes de que las autoridades públicas de Cataluña se dedicasen a burlar sistemáticamente las sentencias del Tribunal Constitucional. La modificación fue anunciada para mayor inri por Xavier García Albiol, el candidato de reemplazo in extremis del PP en las elecciones autonómicas para elevar el perfil de la lista del partido de gobierno. García Albiol no obtuvo recompensa electoral y la iniciativa legislativa a la desesperada fue tan inútil como la de querer meter la pasta dentífrica dentro del tubo cuando ya está toda fuera.
Fracaso
Junto con el aliento que la jornada del 27 de septiembre le ha dado al independentismo catalán, la otra principal lectura de lo ocurrido el domingo es el fracaso del Gobierno de Rajoy a la hora de enfrentarse al reto que representa Mas. El espectacular éxito de Ciudadanos indica que existe un espacio político de centro-derecha y constitucional que el PP no ha sabido aprovechar. La actuación del PP en Cataluña ha sido desde hace años triste e irrelevante. Ha sido la correa de transmisión, reactiva y sin personalidad propia, de la abulia que ha mostrado el Gobierno ante la creciente complejidad de la política catalana. A lo largo de la legislatura que ahora acaba, Rajoy se ha mostrado incapaz de marcar con eficacia las maniobras que Mas ponía en movimiento.
El presidente del Gobierno dio por bueno el relativo fracaso de la consulta/referéndum de noviembre del año pasado cuando solo votó un tercio del electorado. Pensó que ahí acababa la bronca sin caer en la cuenta de que se le tendía una zancadilla. El próximo paso serían unas elecciones plebiscitarias que como tal eran absolutamente legales porque una plataforma política es libre de diseñar su programa. El PP perdió mucho tiempo diciendo que no lo eran para después, con el resultado en la mano, congratularse de que los independentistas no habían ganado una mayoría absoluta. Fue una torpeza entre tantas. Mas ganó la partida.
El muy pobre resultado que cosechó el Partido Popular el domingo cobra una imagen especialmente desdichada en comparación con el conseguido por los jóvenes de Ciudadanos y esto, seguramente, tendrá una trascendencia a nivel nacional. Los pasos errantes que está dando el PP recuerdan los que dio el Gobierno de Unión de Centro Democrático a partir de las elecciones de 1979. Rajoy se llevó una bofetada en la cara en las elecciones andaluzas y esto le ocurrió a Adolfo Suárez cuando Andalucía celebró un referéndum para aumentar sus competencias autonómicas. Suárez encajó otro golpe en aquel entonces en las regionales gallegas. Desde las europeas, hace más de año y medio, Rajoy ha perdido una elección tras otra. Su partido acusa esa falta de frescura y atractivo que es fruto de un empecinado rechazo a toda renovación de ideas y de dirigentes que las expresen. El PP ha pasado a ser el nasty partyy sus mentes más lúcidas claman por una refundación. No es aventurado especular que el principal actor en la regeneración de una derecha liberal sea el partido que lidera Albert Rivera.
La decadencia de Rajoy contrasta con los bríos que va asumiendo su principal adversario en la política nacional. En las elecciones del 27-S Ciudadanos se hizo con mucho voto popular y, en mayor medida, con bastante voto socialista. Sin embargo, y a pesar de que el PSC, su filial catalana, dista mucho de ser el partido que fue, el PSOE puede estar razonablemente satisfecho con el resultado del domingo. Pedro Sánchez consiguió dos cosas importantes: afianzar la españolidad, sin perder la catalanidad, de un PSC que ha sobrevivido a mucho embate y escisión soberanista y, en segundo lugar, vencer contundentemente a la marca catalana de Podemos.
Si la némesis que persigue a Rajoy es Albert Rivera, el de Pedro Sánchez es Pablo Iglesias Turrión y las respectivas fortunas de estos dos líderes "insurgentes" parece que van en sentido opuesto.
Después de unos primeros pasos inciertos, propios de su inexperiencia cuando asumió el liderazgo del partido, Sánchez se refuerza. Pasadas las elecciones generales de diciembre y llegado febrero del año que viene, el líder socialista puede perfectamente ser un protagonista clave en ese apremiante diálogo que hoy es imposible de escenificar. Si lo es, posiblemente el Gobierno de Junts pel Sí acudirá al encuentro con un mejor talante.
Uno de los artículos de fe de los soberanistas catalanes es que con la derecha de Madrit, léase la española, no hay conversación. El comportamiento de Rajoy no ha hecho más que fortalecer este convencimiento. De hecho, Sánchez se ha recreado con el inmovilismo del presidente del Gobierno, a quien acusa de ser culpable del enredo actual. De aquí a las generales en diciembre lo repetirá.