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Sobre la opinión engañosa de las cosas
1. Lo que perturba a los hombres no son precisamente las cosas, sino la opinión que de ellas se forman. Por ejemplo: la muerte en modo alguno es un mal; no obstante, opinamos todo lo contrario, y esto sí que es un verdadero mal. Así pues, cuando nos sintamos torturados, meditabundos o tristes, no acusemos de ello a nadie, sino a nosotros mismos, es decir, a nuestras propias opiniones.
2. Sé de un hombre que, descontento de su suerte, corrió a arrojarse a los pies de Epafrodito y le gimió que era el más desgraciado de los hombres, que estaba completa- mente arruinado y que ya no le quedaban medios de subsistencia, puesto que todo su capital se reducía a cincuenta mil escudos. ¿Y sabéis lo que contestó Epafrodito? ¿Imagináis que se burló de él? Nada de eso; antes al contrario, le contestó con la mayor seriedad y convencimiento del mundo: «Pero, desdichado, ¿cómo no me has hablado antes de esta terrible miseria? ¿Y cómo has tenido el inmenso valor de sobrellevarla sin morirte?».
3. ¡Cómo no hemos de estar llenos de falsos prejuicios si no nos enseñan otra cosa desde nuestra infancia! La nodriza, apenas empezamos a caminar, si tropezamos con una piedra y rompemos en llanto, lejos de reñirnos riñe a la piedra y hace como que la pega. ¡Por todos los dioses! ¿Habrá algo más insensato? ¿Qué mal ha hecho la pobre piedra? ¿Es que tenía que prever que íbamos a tropezar con ella y debió cambiar de sitio? Cuando somos mayores, si al volver del baño no encontramos dispuesta la cena, nos enfurecemos y armamos un escándalo atroz; y nuestros superiores, lejos de reprimir nuestro insensato furor, se echan a gritar por su lado y, si a mano viene, paga el cocinero. Yo diría a estos superiores que, teniendo el deber de educar, pervierten: ¿por qué sois tan celosos con el cocinero y tan descuidados con el joven? En fin, cuando adultos ya ocupamos algún cargo en la sociedad, tenemos siempre ante los ojos idénti- cos ejemplos. Por ello vivimos y morimos siendo siempre niños. Pero ¿qué es ser niños? Muy fácil: así como hablando de las letras o de la música se llama niño al que no las sabe o las sabe mal, así en la vida es eternamente niño quien no sabe vivir o vive con opiniones falsas e insanas.
4. Cuando estoy embarcado y no veo más que mar y cielo, la vasta extensión del mar que me rodea me sobrecoge. Diríase que, caso de naufragar, hubiese de morir de no tragar toda aquella inmensidad de agua, ¡cuando bastan un par de azumbres de agua para ahogarme! Del mismo modo, durante un terremoto, me imagino que la ciudad entera va a caérseme encima, como si no bastase una sola teja para romperme la cabeza. Y es que somos unos infelices esclavos de la imaginación mal dirigida.
5. «¡Ay de mí! ¡Cuándo volveré a ver Atenas!». Pero, amigo mío, ¿puedes ver acaso algo más hermoso que el cielo, el sol, la luna, las estrellas y el mar? Y si tanto te aflige haber perdido de vista Atenas, ¿qué harías si perdieras de vista al astro del día?
6. La regla y medida de nuestros actos son nuestras opiniones. ¿De dónde nació la Astrea, de Eurípides? De la opinión. ¿Y su Medea y su Hipólito? De la opinión. ¿Y el Edipo, de Sófocles? De la opinión igualmente.
7. ¿Que fue una gran desgracia para Paris el que los griegos entrasen en Troya, la pasasen a sangre y fuego, exterminaran a la familia de Príamo y se llevaran cautivas a todas las mujeres? Te equivocas, amigo mío. La gran desgracia de Paris fue el haber perdido el pudor, la fidelidad, la modestia y el respeto a la sagrada hospitalidad, que violó inicuamente. Asimismo, la desgracia de Aquiles no consistió en que mataran a su amigo Patroclo, sino en haberse encolerizado y suspirado por Briseida, olvidando que no había ido a la guerra a tener concubinas, sino para devolver una mujer a su marido.
8. ¿Has visto alguna vez una de esas ferias a las que acuden gentes de todas las comarcas vecinas? De ellas, unos van a comprar, otros a vender, unos por mera curiosidad, deseosos de ver la feria y enterarse de por qué se celebra y quién la estableció; otros por conveniencia; pues bien: otro tanto acontece en el mundo. En esta gran feria, unos se desviven por comprar, otros por vender; pocos, muy pocos, se contentan con admirar este sublime espectáculo para darse cuenta de lo que es, quién lo ha hecho, por qué lo ha hecho y cómo lo dirige –porque no es posible que no lo haya hecho alguien y que por alguien no esté regido–. Una ciudad, una casa, no existirían si no hubiese quien, rigiéndolas verdaderamente, se cuidase de ellas. Y si esto es con una simple casa, ¿cómo podría existir y perdurar tan vasta máquina como la del universo por pura casualidad? Esto es imposible. Hay, pues, alguien que la hizo y alguien que la mantiene y dirige. ¿Quién es y cómo la dirige? Y nosotros, también obra suya, ¿qué somos y por qué somos?... Muy contados son los que se hacen semejantes reflexiones y que, después de haber admirado la obra y bendecido al obrero, se sienten satisfechos y contentos. Y estos pocos, ¡mentira parece!, suelen provocar la risa de los demás, de la misma manera que en feria los mercaderes se mofan y hasta se irritan contra los simples curiosos y los tachan de necios y badulaques. Claro que también los bueyes y los puercos, si pudiesen hablar, se mofarían seguramente de todos aquellos que piensan y se ocupan en otras cosas que en sus codiciados pastos.
9. Hallándote de paso en esta ciudad, y mientras se apresta el bajel que ha de llevarte a otras tierras, te dices: «Vamos a ver a ese Epicteto y oigamos qué dice». Y, en efecto, vienes, me ves..., y esto es todo. Pero entendámonos, ¿qué es conversar con un hombre? ¿No es preguntarle cuáles son sus opiniones y exponerle las propias? ¿No es dejarse arrancar las ideas falsas y librar al contrario, asimismo, del error, si está en él? Pues bien: si esto es hablar con un filósofo, he aquí que tú, después de visitarme, descontento del trabajo que ello te ha dado, te marchas murmurando: «¡Valiente cosa este Epicteto! ¡Buen chasco me he llevado! ¡Si apenas sabe hablar! ¡Vaya un lenguaje tosco y vulgar el suyo!». Pero ¿es que se trataba de oírme brillantes y vacíos discursos? Así son los hombres; solo se dejan seducir por los amenos y altisonantes parlanchines, y, engañados, pasan la vida unos juntos a otros sin conocerse, sin examinarse a fondo y sin mejorarse. Pasar el tiempo y curiosear: ¡he aquí toda la preocupación de nuestra sociedad!
10. Dices que si Sócrates, en vez de negarse a huir de la prisión, se hubiese puesto a salvo, aún hubiera sido útil a los hombres. Pues bien: no, amigo mío. Lo que Sócrates dijo e hizo negándose a ponerse a salvo y muriendo por la justicia, nos es mucho más útil que cuanto hubiera podido decir y hacer si se hubiese escapado.
11. Epicuro enseña que, por ley natural, no existe sociedad alguna entre los hombres; que los dioses no se preocupan para nada de las cosas humanas; que no hay otro bien que la voluptuosidad. Pero, insensato, ¿valía la pena pasar tantas noches en vela para escribir después libros cuajados de semejantes preceptos? ¿No hubiera sido mejor, siguiendo estas mismas teorías, permanecer bien calentito en la cama y arrastrar la existencia de un gusano, toda vez que ella es la única capaz de que los que tal piensan se consideran dignos? Según él, la piedad y la santidad son puras invenciones de hombres arrogantes y sofistas; la justicia no es más que debilidad; el pudor, locura; no hay, en cuanto a las obligaciones, ni padres, ni hijos, ni hermanos, ni ciudadanos. ¡Oh, atrevimiento insensato! ¡Oh, audacia! ¡Oh, impostura inaudita! Orestes, agitado por las negras furias, no es poseído de demencia semejante a la tuya.
12. Así como no está en manos del hombre admitir lo que le parece falso ni desechar lo verdadero, tampoco puede rechazar lo que cree bueno. El epicúreo que dice que «el robar no es un mal, sino que el mal consiste en ser sorprendido robando», robará, de fijo, si está seguro de que puede efectuarlo sin ser advertido.
13. Cuando vas al anfiteatro, inmediatamente tomas partido por tal actor o tal atleta, pues crees que a él se le debe adjudicar el premio. Los demás, en cambio, juzgan que es otro quien alcanzará la victoria. Esta contradicción te irrita, pues como eres pretor crees que nadie debe contradecirte. Pero ¿es que acaso los demás carecen de opinión y de voluntad? ¿No tienen también derecho a incomodarse al ver que tú te opones a lo que ellos piensan? Si quieres estar tranquilo y que nadie te contradiga, no desees que resulte premiado otro que aquel a quien se conceda el premio. O bien, si te obstinas en que sea premiado tu favorito, haz representar en tu casa, para ti solo, y entonces, sin temor a que nadie te replique, podrás proclamar en voz alta: «El vencedor en toda clase de juegos es Fulano». Ahora bien: en público no te arrogues lo que no te pertenece y respeta la libertad de las opiniones de los demás.
14. La desgracia de los hombres proviene siempre de que colocan mal su precaución y su confianza; se parecen al ciervo, que para evitar al ave que amenaza dejarse caer sobre él, se precipita en las redes que le tendió el cazador, en las cuales perece.
15. Dices que la precaución y la confianza son incompatibles, y estás en un error. Lo que ocurre es que de ti depende hermanarlas. Y para ello no tienes sino que aplicar la precaución a las cosas que dependen de ti y la confianza a aquellas otras que de ti no dependen; de este modo serás a un tiempo confiado y precavido, pues evitando por la prudencia los verdaderos males, harás cara valerosamente a los falsos de los que creas verte amenazado.
16. Se equivocan los que creen que soy enemigo de la elocuencia y que condeno el arte de bien decir y de escribir elegantemente. No; lo que condeno es que se consideren estas cosas como lo principal. Esto tampoco: hay algo mucho más importante.
17. Un hombre que deseaba entrar en la cofradía de los sacerdotes de Augusto, en Nicópolis, se me acercó a saber mi opinión sobre su propósito. –¿Qué interés tienes en ello? –le pregunté–. Desde luego me parece un dispendio inútil el que tendrás que hacer para conseguirlo. –¡Ah! Es que mi nombre, al quedar inscrito en los registros, vivirá por siempre. –Si no es más que esto lo que pretendes, escríbelo en una piedra y durará mucho más. Porque si lo piensas bien, ¿quién se acordará de ti, por inscrito que quedes, fuera de los muros de Nicópolis? –Es que, además, ceñiré una corona de oro. –Si tu ambición se cifra en ceñir corona, ¿por qué, en vez de oro, no te la ciñes de rosas? Te pesará menos y te sentará mejor.
18. Dicen que la senda de la filosofía es larga y penosa. Profundo error; no es ni penosa ni larga; porque, ¿sabes lo que se aprende recorriéndola? Pues a obedecer a los dioses, a refrenar los deseos y a hacer buen uso de las propias opiniones. Ahora bien: si quieres saber con precisión y detalle qué es esto de los dioses, de los deseos y de las opiniones, entonces sí que te diré que se trata de cosa larga. Pero ¿acaso los filósofos que te predican la voluptuosidad siguen una senda más corta? ¿No dice Epicuro que el bien del hombre está en su cuerpo? Pues dime lo que es cuerpo, lo que es alma, lo que constituye nuestra esencia, y verás que es tarea no menos larga.
19. Cierto hombre poderoso, gobernador en la actualidad, habiendo vuelto a Roma tras un largo destierro, vino a encontrarme. Una vez a mi lado hízome una pintura espeluznante de la vida cortesana; aseguró que estaba asqueado de ella, que por nada del mundo volvería a mezclarse en ella y que lo poco que le quedaba de vida estaba decidido a consagrarlo al reposo, lejos del tumulto y del peso de los negocios. Yo le repliqué que no haría nada de cuanto decía, que apenas pisara Roma olvidaría por completo tan sanos propósitos y que no bien se le presentase ocasión de acercarse al soberano la aprovecharía jubiloso. ¿Y qué sucedió? Que estando a poca distancia de Roma recibió un mensaje del césar, y tener noticia de él y olvidarse de su promesa fue todo uno, y ahora está más metido que nunca en la corte, según le predije. «Pero ¿qué querías que hiciera? –me objetó un tercero–. ¿Hubieras preferido que pasase el resto de sus días sumido en la inacción y en la pereza?». «¡Cómo! –repliqué–. ¿Piensas, quizá, que un filósofo, un hombre que se dedica a cuidar de sí mismo, es más perezoso que un cortesano? No lo creas; al contrario, hay ocupaciones mucho más serias e importantes que las de estos».
20. Perdido estás si consideras una felicidad vivir en Roma o en Atenas. Y estás perdido porque o te sentirás desdichado si no puedes volver a ellas o, si te es dado volver, la propia alegría que experimentarás te será funesta. Guárdate, pues, de desha- certe en alabanzas sobre la hermosura de ambas ciudades y considera, en cambio, que la felicidad es mucho más hermosa. ¡Hay en Roma tantos quebraderos de cabeza y hay que adular, para vivir en ella, a tanta gente! En cambio, ¿cómo no te alegra poder cambiar por la verdadera felicidad tanta miseria?
21. Piensas: «Si abandono mis negocios, pronto arruinado, no tendré con qué vivir». Piensas también: «Si no reprendo a mi criado, pronto no podré soportarle». Pues bien: yo te digo que si deseas progresar en el camino de la filosofía has de olvidar tales razonamientos, pues cosa indudable es que es preferible morir de hambre, pero libre de temores y zozobras, que vivir en la abundancia cargado de inquietudes y pesares. Igualmente, es preferible tener un criado insoportable que vivir pendiente del látigo y lleno de inquietudes. ¿Que derrama el aceite o tira el vino? Di sencillamente: este es el precio que pago por la tranquilidad y por la libertad; nada se obtiene de balde. También debes hacerte a la idea de que no siempre que llames a tu criado ha de oírte; o que muy bien pudiera oírte y no acudir o acudir y hacer todo lo contrario de lo que le mandes, si hace algo. Claro que ya oigo que dices que tanta paciencia le estropeará pronto y de tal modo que, en breve, no habrá medio de hacer carrera de él. A esto yo te replicaré que habrás ganado más que perdido, pues habrás conseguido librarte de zozobras e inquietudes.
22. A mí también me gustaría, como a ti, ser coronado en los juegos olímpicos, ya que ello constituye una gloria. Pero antes de intentar conseguirlo, examina lo que precede a tamaña empresa y lo que la sigue. Desde luego, para estar en disposición de intentarla es preciso someterse a un régimen severísimo: no comer lo que de otro modo comeríamos, abstenerse de casi todo lo que incita nuestro paladar, hacer ejercicios a determinadas horas, haga frío o calor; no beber nada fresco, sea agua o vino; lo que se beba, hacerlo en pequeñas dosis y a sorbitos; en una palabra: es preciso entregarse enteramente en manos del maestro de gimnasia, como nos entregamos, estando enfermos, en las del médico. Y ya estás dispuesto; ya estás en el circo; ¿qué te espera en él? Combatir; recibir, probablemente, heridas; dislocarte algún miembro; tragar mucho polvo y más de una vez ser azotado. Conque medita sobre todo esto, y si aún te obstinas en ser atleta, corre a serlo. Ahora bien: no olvides que si no haces cuanto acabo de decirte, lo único que conseguirás es tontear como los niños, que ora imitan a los gladiadores, ora a los luchadores, ora tocan la trompeta, ora representan tragedias. Pues bien: otro tanto te ocurrirá a ti tan pronto seas atleta como gladiador o reciario; además de esto, querrás ser filósofo y, en definitiva, acabarás por no ser nada. A semejanza de los monos, imitarás todo lo que veas hacer, y una cosa tras otra, todo te seducirá por no haber meditado sobre lo que pretendes hacer y haberte lanzado temerariamente, sin circunspección y guiado sólo por tu capricho. Y es que ocurre que muchos, viendo a un filósofo u oyendo que Eúfrates habla de un modo admirable e inigualado, ya quieren ser filósofos también, sin pararse a considerar más.
23. Decir simple y rotundamente que la salud es un bien y la enfermedad un mal, es falso. Lo que es un bien es usar bien de la salud, como un mal es usar mal. Como es un bien usar bien de la enfermedad, y un mal usar mal de ella. El bien puede encontrarse en todo, aun en la misma muerte. Meneceo, hijo de Creón, ¿no sacó de ella un gran bien cuando se sacrificó por la patria? Indudablemente, pues puso de manifiesto su piedad, su magnanimidad, su fidelidad y su valor. De haber tenido apego a la vida hubiese perdido todos estos bienes y hubiera demostrado poseer los vicios opuestos: ingratitud, pusilanimidad, infidelidad y cobardía. Desterrad, pues, toda clase de prejuicios y, si queréis ser libres, abrid los ojos a la verdad.
24. Dejas de estar atento y confías en que volverás a estarlo cuando te acomode. Te engañas. Una ligera falta descuidada hoy te precipitará mañana en otra mayor, y ese descuido repetido llegará a constituir un hábito que te será imposible corregir.
25. Porque has recibido noticias de Roma estás todo triste y dolorido. ¿Cómo es posible que lo que ocurre a doscientas leguas de aquí pueda afligirte? Dime, yo te lo suplico: ¿qué mal puede ocurrirte allí donde no estás?
26. Tu hijo y tu amigo han partido; se han marchado y lloras su ausencia. ¿Ignorabas, acaso, que el hombre es un simple viajero? Sufre, pues, la pena a tu ignorancia. ¿Cómo podías creer que habías de poseer indefinidamente a los seres que te son gratos y gozar siempre de los lugares y de las relaciones que te son queridas? ¿Quién te había prometido semejante cosa?
27. Que jamás te inquiete este pensamiento: «Siempre seré menospreciado; no seré nunca nada», porque si el ser menospreciado es un mal, tú, ni nadie, puede caer en el mal por voluntad de otro, como tampoco se puede caer en el vicio. Y puesto que no depende de ti el ocupar elevados destinos, como no depende el ser convidado a un festín, ¿cómo es posible que esto sea para ti motivo de deshonor o menosprecio? ¿Cómo es posible que no seas nunca nada, tú, que no debes ser algo más que en lo que de ti dependa y en lo cual puedes llegar, si quieres, a ser mucho? Pero te lamentas de que no podrás ser provechoso a tus amigos, y yo te digo: ¿Qué quieres decir con esto? ¿Que no podrás darles dinero ni nombrarles ciudadanos romanos? ¿Y quién te ha dicho que estas cosas son las que dependen de nosotros y no de otros? Luego ¿quién puede dar lo que no posee? «Recoge tú –suele decirse– para que también nos llegue a nosotros». Si es que puedo amontonar bienes sin perder el pudor, la modestia, la fidelidad y la magnani- midad, indicadme, desde luego, el camino que conduce a la riqueza para que sea rico. Mas si tratáis de que pierda los verdaderos bienes para adquirir los falsos, seríais conmigo injustos y desconsiderados. ¿Qué preferís vosotros: dinero o un amigo fiel? ¡Ea!, ayudadme a adquirir todas las virtudes enumeradas y no exijáis de mí nada que me empuje a perderlas. Pero objetarás aún: «¡Mi patria no podrá esperar de mí ningún servicio!». ¿De qué servicios hablas? ¿Quieres decir que no te deberá ni pórticos ni baños? Tampoco le deberá zapatos al herrero ni armas al zapatero. Lo que importa es que cada cual cumpla con su obligación y haga lo suyo. Si dieses, pues, a tu patria un ciudadano sabio, modesto y fiel, ¿no le habrías prestado un buen servicio? Claro está que sí, y uno muy señalado; luego ya no le serías inútil. «¿Y qué sitio ocuparía en la ciudad?». El que pudieras, conservándote fiel y modesto. Pues si por quererla servir pierdes estas virtudes, ¿qué provecho sacaría de ti, una vez convertido en un hombre pérfido y desleal?