Re: SORPResa
(PÁGINAS 118-119-120)
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Un año después de mi resurrección, mi padre decidió que tenía que dar una vuelta a la muralla corriendo.
La muralla romana tiene una longitud superior a los dos kilómetros.
Incluso de noche hay grupos de personas recorriéndola.
Yo con cinco años no paraba quieto, me sobraba energía, era muy rápido en las distancias cortas y me encantaba dar saltos.
Mi madre decía que parecía la rana Gustavo, de Barrio sésamo.
Pero si me ponía a correr diez minutos seguidos, me cansaba, no era lo mío.
Aquel día mi padre pretendía que recorriera una distancia que a mi me parecía enorme, sin ni siquiera haber realizado algún tipo de entrenamiento.
Desde el incidente de la hemorragia nasal masiva, mi padre estaba doblemente obsesionado con mi supervivencia y con mi fuerza.
Para el todo se solucionaba haciendo deporte y manteniéndose alejado de los malos alimentos, que curiosamente, para mí en aquellos momentos eran los buenos, me refiero a los dulces y a la bollería en general.
Pues bien, allí estaba yo, un sábado, nueve de la mañana, no hacía demasiado frío, pero una espesa capa de niebla lo cubría todo y mantenía alejados a las personas de la muralla.
Primero un poco de calentamiento, después estiramientos.
-Esto funciona así- me dijo –voy a acompañarte durante un rato, después voy a acelerar daré la vuelta a la muralla y te esperaré en la meta. Voy a controlar cuanto tiempo tardas, tienes que correr sin parar, recuerda ¡tienes que ser fuerte!, ¡tienes que pasar la prueba!.
Estaba totalmente de acuerdo, aun tenía en mente mi debilidad de un año atrás, quería ser super fuerte y pasar la prueba.
Empezamos a correr, no se si sucedió a los 100 metros o a los 200, el caso es que mi padre se gira y me dice:
-Ahora me largo, te quedas sólo, no te detengas, te estaré vigilando, si paras para descansar me defraudarás. ¿Lo has entendido?.
Y sin esperar respuesta se puso a correr como un loco y desapareció de mi vista en la siguiente curva.
Yo había empezado con mucho entusiasmo, pero mi edad y mi falta de práctica me estaban pasando factura.
A los diez minutos sudaba la gota gorda, las piernas me ardían y respiraba a la vez por la boca y por la nariz.
Tenía ganas de detenerme, pero mi padre me había dicho que me estaba vigilando, yo no lo veía por ningún lado, pero sabía que los adultos tenían poderes, así que no dude de que se enteraría si paraba a descansar.
Lo único que pude hacer, fue disminuir la velocidad de mi carrera hasta encontrar un ritmo sostenible.
Me dio la impresión de que tardaría días enteros en llegar a la meta.
Pero al final lo conseguí, la mayor alegría del día fue ver a mi padre esperándome y alzando los brazos en señal de victoria.
Cuando llegué me felicitó, me dijo que era un campeón y que había batido todos los records mundiales.
Me llevó a una cafetería, y mientras el se tomaba un café y un bocata de chorizo, yo tomaba un vaso de leche con colacao y un bocadillo de mortadela.
Yo quería un bollycao, pero mi padre me decía que eso era toxico para el cuerpo.
¿Toxico?, ¡pero si estaba muy rico!.
Más tarde fuimos a un supermercado, volví a mendigar un bollycao, pero ignoró mi petición.
Cuando mi padre se despistó y viendo que nadie me estaba mirando, agarré un bollycao y lo escondí dentro de la cazadora.
Mi instinto de ladronzuelo había salido a la luz, aquel fue mi primer robo.
Recuerdo que al pasar delante de la cajera, mientras mi padre pagaba las compras, la cajera me dijo lo típico:
-Que niño más guapo, vaya tienes los ojos de dos colores distintos, que monada.
Yo sonreía y pensaba en el bollycao que llevaba escondido.
Más tarde cuando llegué a casa, mientras mi padre dejaba las bolsas de comprar en la cocina y se ponía a hablar con mi madre, yo en mi habitación daba buena cuenta del bollycao.
A continuación tiraba la prueba del delito, el envase plástico, por la ventana del quinto piso en el que vivía.
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Mi abuelo por parte de padre, era Islandes, y tenía al igual que yo un ojo azul y otro verde, la única diferencia es que los suyos eran un poco más oscuros que los míos.
Todos decían que éramos como dos gotas de agua.
Mi abuelo vivía con mi abuela en un pueblo costero.
No sabía muy bien como había llegado hasta España, el nunca lo explicó, en el pueblo corrían rumores de que se había escapado de un barco tras tener un altercado muy grave con el capitán.
En su país era pescador de bacalao.
Por aquellos tiempos Islandia era un país terriblemente pobre, mucho más que la España de la época.
A la miseria de Islandia, había que añadirle un clima duro y un aislamiento insano del resto de países europeos.
En la granja de mis abuelos yo me lo pasaba bomba.
Criaban caballos, vacas, ovejas y gallinas.
Un día aparecieron seis ovejas muertas, algunas a medio comer, otras simplemente heridas de muerte.
Había sido el lobo, un animal que por cierto, si tiene la oportunidad mata mucho más de lo necesario.
Por aquel entonces los vecinos se las arreglaban por su cuenta y combatían al lobo con batidas esporádicas y con todo tipo de trampas.
Mi abuela siempre decía que los vecinos tenían que arreglárselas por su cuenta, porque el gobierno no ayudaba a nadie.
-A nosotros no nos ayuda ni Jesucristo.
Mi abuelo asentía con la cabeza y me decía con su extraño acento:
-Recuerda esto David, no esperes nunca nada de nadie. No te fies de nadie y mucho menos del gobierno, en cuanto crezcas un poco intenta arreglártelas por tu cuenta.
Escuchar tantas veces este tipo de comentarios, hizo que desconfiara del gobierno y de las autoridades en general.
Además fomento mi idea de no depender de nadie.
(CONTINUARÁ......)